La boda de Almeida ha dado para mucho palique más o menos envenenado este fin de semana. No es mi estilo, se me ocurren muchas cosas mejores que hacer un sábado de abril.
La crítica ante la felicidad de los otros, en general, denota algo de deshumanización, resentimiento, confesión de mediocridad y, sobre todo, tiempo muerto. Vale.
Pero no negaré que también sé apreciar el cachondeíto como mantequilla democrática. Lubrica el dolor del mundo, las asperazas cotidianas, el violentísimo precio del alquiler, el cierre de las piscinas públicas de los barrios tristes, el coche viejo y amado que tiene vetada la entrada al centro de Madrid, la revancha hacia la ciudad que te expulsa, hacia el país que te expulsa, hacia el mundo que te expulsa, que te amendiga y te afea y te deja explotao y descolorío.
Angustias varias, redondas y llenas de púas de clase. Da igual por dónde las cojas, siempre te sangran los dedos.
¿Qué le puede quedar a la clase popular si no es chismorrear sobre la vida de los ricos?
En fin, ¿no chismorrean también los ricos sobre la vida de los pobres? ¿No chismorrean, de hecho, muchísimo, con un ojo cruel y bien entrenado, cuando detectan una telilla de dudoso origen o un bolso de imitación?
Voy más allá, ¿no chismorrea todo el mundo acerca de, literalmente, todo el mundo?
Esto es España, un enorme y encantador patio de corrala, a medio camino entre el ingenio y la mala sombra. Bienvenidos. ¿Ha escuchado un murmullo malintencionado? Eso es que está usted en casa, en territorio español.
Creo que era Roosevelt quien dijo aquello tan manido ya de que las grandes mentes hablan de ideas, las mentes medias hablan sobre sucesos y las mentes pobres hablan sobre las personas.
Bien. Muy elegante. Pero ¿quién en su sano juicio puede preferir la elegancia al humor? O sea, ¿lo de la elegancia se come? ¿Por qué tiene tanto prestigio intelectual si al final sólo se refiere a la represión o al recato, es decir, a la cobardía?
La elegancia hace rato que parece un libro de Marta D. Riezu o una columna de Milena Busquets, algo lindo, arbitrario e inservible para que las niñas que veranean en La Costa Brava tengan pies de foto entrecomillados que calzar en Instagram.
La elegancia... bah, no es para tanto. La comedia es el lujo asequible de los que tienen cada vez menos, de los que casi no tienen nada, de los púgiles caídos en el reparto del pastel. Uno puede y debe reírse aunque no tenga dientes.
Sobre todo, porque así pasa mejor el aire, aunque uno no sepa ya si eso significa que respira mejor o que se ahoga mejor en la capital contaminada. Es todo tan graciosamente dual.
Nada como una carcajada honda, libérrima, trágica y obscena. Una carcajada de estas que te doblan el cuello hacia atrás y te cierran los ojos, como hacía Jesús Quintero cuando se descojonaba tan a gusto que hasta apretaba las sienes, escurriendo la última gota ácida de la chanza como un trapo mojado.
Eso da años de vida, y está claro que los ciudadanos de Madrid los necesitan, a juzgar por las esperas de la sanidad pública.
Uno quiere ser una mente pobre de vez en cuando, si es que no lo es ya todo el tiempo, indefectiblemente y a su pesar. Uno quiere ser una mente pobre porque ya es una criatura pobre, físicamente pobre, viendo por la tele los banquetes de los privilegiados cuando la cesta de la compra nunca fue más cara que en 2023.
¿Qué quieren, encima, los niños bien? ¿Que no se les enjuague la carita con la coña, que no se les reboce en meme como croquetas de puchero? Pues es lo que hay, hijo.
El argumento definitivo es que si Almeida ha puesto a Telemadrid, ¡a la televisión pública!, al servicio de la retransmisión de su boda, ya sabe y asume lo que hay. Te expones y pagas.
Es como si una rubia mechada, una de esas que copan las portadas de la prensa rosa, se lucra con su exclusiva y luego pide afectadamente respeto a su intimidad. Todo no se puede. Las compuertas de la infamia se abren rápido... y cuesta mucho cerrarlas después.
A mí Almeida me parece un tío divertidísimo, afectuoso y de andar por casa. En una ocasión tomé churros y ColaCao con él en el Brillante de enfrente de Atocha. Lo pasamos en grande, las cosas como son.
Su hermana, que sale en algunos vídeos a la puerta de la iglesia, parece una mujer encantadora y dulce. Los que quieren ridiculizarla se ridiculizan a sí mismos en segundo y medio.
Tratar de ridiculizar a alguien y que el objetivo, con toda naturalidad y gracias a su simpatía, te acabe dejando como lo que eres. https://t.co/yxCNhEECDM
— ⚫️ El DiSputado® (@NoSoyLaGente) April 9, 2024
Otro familiar del novio, que habla del "plan de Dios", es de una bonhomía y una ternura desarmante. Yo diría que hay que ser muy mamarracho para parodiar a gente tan maja y cercana, capaz de charlar con la prensa y mostrarse vulnerable.
Pablo, el sobrino de Almeida del que todos hablan: la estrella inesperada en la boda del alcalde con Teresa Urquijo https://t.co/4jnE8VLQ4b
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) April 8, 2024
Dicho esto, hay que señalar que, en su enlace, el alcalde ha optado por el pan y por el circo, poniéndose él mismo en el centro. No deja de resultar una elección curiosa.
Hay algo grandilocuente en ella (algo que suena a "¿nos veis? Somos los relevantes, los que movemos los hilos de vuestra vida, ¡los que molan!"), hay algo cacique... y también algo muy sonrojante y pueblerino. Algo cateto y simpático a la vez. Es difícil de explicar.
Es como inaugurar una conga. Huele desde lejos, es arriesgado... pero está hecho en pos de la alegría y del recuerdo desenfadado. De nuevo, la elegancia ha vuelto a perder. Los ricos y los pobres tienen eso en común.
Lo bonito de estas cosas es que Paqui, la del cuarto, puede sanarse comprobando que la vulgaridad es patrimonio de todos. Qué poco agraciados pueden ser los ricos, qué torpes también, qué ridículos, qué falibles y entrañables. En fin, como todos, como usted, como yo misma.
Cómo entran unos cigarros en la tarde comentando con las comadres los vestidos de esta y de aquella en la boda de Almeida. Sólo el tocado de una de esas ancianas aristócratas (todas con la misma cara, con el mismo gesto pasmado, todas con lo que yo llamo 'el rictus Jorge Juan') vale más que la herencia que la vecina va a dejarle a sus vástagos. Habrá que dejarla que expectore, carajo.
No es que la rabia de clase solucione mucho, pero es higiénica. Es justicia poética.
A la gente precaria, a la gente que pasa fatiguitas y se cose a diario la pena negra, a la gente redundantemente normal, se le pisa constantemente el cuello por todas partes. Ahora también quieren quitarle su herramienta más larga y afilada: la sátira.
Esto de la beatificación o del blanqueo de la peña obrera ya me parece lo último. Es una exigencia exacerbada. ¿No se le permite la mala hostia al populacho? ¿Por qué tienen que ser necesariamente buena gente? ¿Por qué se les obliga a volverse sumisos, complacientes y mártires? Es insultante. Es limitante. ¡Es nazi!
Deja a los chiquillos que se entretengan con el meme. O, mejor, como dijo El Fary: deja a los chiquillos que camelen como ellos camelan.