Siete voluntarios de la World Central Kitchen, una ONG estadounidense que se dedica a cocinar y dar de comer a la población civil en escenarios de catástrofes naturales y guerras, han sido asesinados por un ataque israelí sobre Gaza.
Siete de los mejores hombres del mundo; siete hombres de la noble hermandad del personal humanitario que, más allá del rastrillo del odio y de los abismos que abren las naciones, vuelan para ayudar a quienes sufren allí donde pueden echar una mano; siete héroes del derecho y del deber de intervenir, en todos los lugares y en todas las circunstancias, en Gaza tanto como en Ucrania, ante la violencia de la guerra convencional y ante la trampa de la contienda asimétrica en la que un ejército nacional al uso se enfrenta a la estrategia del escudo humano por la que han optado unos terroristas despiadados. Siete muertos que cumplían la más honorable de las misiones.
Es una tragedia.
Es una metedura de pata, pero ante todo es una tragedia.
Y la tragedia es, como siempre, irreparable. Tengo la suficiente experiencia en el campo de la acción humanitaria para medir bien mis palabras al escribir estas líneas.
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Pero, tras la tragedia, se pone en marcha otro tipo de maquinaria. Bien sabemos que esta clase de tragedias suceden, por desgracia, en todas las guerras.
Todos recordamos el hospital de Médicos sin Fronteras de Kunduz (Afganistán), que destruyó en 2015 un ataque estadounidense en circunstancias similares. Si tenemos algo de memoria, también recordaremos la casa de Mansura (Siria), en la que otro ataque mató a ciento cincuenta personas cuando un comandante de las Fuerzas Aéreas estadounidenses las confundió con un grupo enemigo.
Nos vendrán a la memoria también las tragedias de Jair Jana y de Ghaziabad, de nuevo en Afganistán, donde sendos ataques estadounidenses mataron por error, en la primera, a cuarenta y siete personas, entre ellas mujeres y niños, que estaban celebrando una boda; y, en la segunda, a noventa civiles, confundidos con talibanes.
Y ha estado muy bien que Israel iniciara una investigación, que hiciera públicas las conclusiones, y que, además, lo hiciera con una rapidez de la que no conozco precedentes y depusiera de sus cargos sin demora alguna a los dos oficiales que estaban al mando.
Pero, cuando una vez hay noticia, lo demás da igual.
Y entonces, de tuit en retuit, de comunicado en editorial de prensa, el rumor se extiende: no había precedentes de esta tragedia; no había sido un error, sino un asesinato; no ha sido una confusión propia de las neblinas de la guerra, sino un asesinato dirigido; ¿no dijo el propio chef José Andrés, el alma de la World Central Kitchen, con el pronto del momento, que había sido un tiroteo deliberado?
La comunidad internacional rugió; la jauría de fabricantes de opinión ladró; el Partido Socialista francés pidió un embargo de armas a la frágil nación de Israel, como hace con las peores dictaduras; y el presidente Biden (que inevitablemente pensaba en aquel terrible 29 de agosto de 2021 en Kabul, cuando sus generales confundieron botellas de agua con almacenes de explosivos pertenecientes al Estado Islámico en Jorasán, dispararon un misil Hellfire y mataron a diez personas, entre ellas a siete niños) cedió ante esa ira y dio a entender que, con lo sucedido, se habían pasado de la raya, que era la gota que colmaba el vaso de su paciencia y el punto de inflexión en el que su histórica alianza con Israel podía hacerse añicos.
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Sumémosle a eso, en la misma semana, un artículo sensacionalista en la edición digital de la revista + 972 Magazine, basado en testimonios en su mayoría anónimos y espectrales, en el que se acusa a Israel de librar una guerra 2.0 y de dejar en manos de la inteligencia artificial la selección de objetivos.
Sumémosle también el retrato de un ejército orwelliano en el que los robots han suplantado a los generales y los extraterrestres de ciencia ficción disparan proyectiles al rojo vivo contra objetivos calculados a golpe de algoritmos y estadísticas.
Sumémosle a esto el hecho de que cuando el Tsahal da su versión de la historia, cuando, con la desarmante honestidad que pone al servicio de este tipo de investigaciones, admite que, como todos los ejércitos modernos, utiliza sofisticados sistemas de información, pero niega categóricamente utilizar sistemas de inteligencia artificial para marcar a sus objetivos y evaluar la cantidad de daños colaterales que la máquina misma decidiría tolerar, nadie tiene en cuenta esas declaraciones en las que lo desmiente.
Israel es lo que es.
Culpable, inevitablemente culpable.
Culpable, desde el día que empezó esta guerra atroz hasta el último, me temo.
Culpable de negarse a aceptar un orden mundial en el que, si Hamás saliera victorioso, tarde o temprano veríamos la creación de un Estado cuyo único objetivo sería extenderse "desde el mar hasta el Jordán".
Culpable, en otras palabras, y como habría dicho Kafka, de empecinarse en sobrevivir.
Es insoportable.
Y también lo es esta injusticia que hace que, al menos yo, por mi parte, me mantenga firme en mi opinión.
Huelga decir que sigo siendo el mismo humanista y defensor de los derechos humanos de siempre. Sigo siendo el hombre que ha dedicado parte de su vida a la causa de los musulmanes de Bangladés, del Kurdistán y de Bosnia; a la de las víctimas de los genocidios de Armenia, Ruanda y Darfur; a la defensa de los derechos de los palestinos de verdad.
Pero no puedo no defender, con un fervor redoblado, al verlo tan solo, al pequeño Estado refugio que las naciones dejaron al pueblo perseguido más antiguo del mundo.