La semana comenzó con muchas noticias sobre la inmigración y pocos debates profundos. Los españoles nos dimos golpecitos en el hombro por nuestro buen corazón. La iniciativa legislativa popular para regular a cientos de miles de inmigrantes irregulares en nuestro país (no hay cifras oficiales, sólo aproximadas; entre 390.000 y 470.000 personas, según la investigadora Nuria Ferré) pasó el trámite de la aprobación del Congreso, con el voto contrario de Vox, y será, más pronto que tarde, materia de discusión entre los parlamentarios.
Un día después, los eurodiputados votaron por mayoría una nueva legislación para complicar la migración y el asilo en nuestros países. El plan suena poco progresista, ¿verdad?, pero sus líneas maestras se cerraron y celebraron como un hito durante la pasada presidencia española del Consejo de la UE.
La presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola, publicó una tribuna triunfal en este periódico: "Hemos demostrado que Europa puede aportar soluciones a las cuestiones que importan a los ciudadanos". La comisaria de Interior de la Unión Europea, Ylva Johansson, retiró la paja del discurso para expresar nítidamente, en una entrevista en El País, su verdadera vocación: "El pacto migratorio quita argumentos a la extrema derecha". De modo que es una medida política arrastrada por las elecciones europeas de junio, para quitarle una baza electoral a unos grupos de derecha radical crecientes que, si fuese por ellos, irían más lejos en las restricciones, como muchos europeos quieren.
Vox es uno de esos partidos radicales, aunque a diferencia de otros anda estancado. A sus líderes y a buena parte de sus votantes les inquieta la inmigración. El argumento más empleado es que les preocupa la seguridad en nuestras ciudades. "Van a seguir promocionando la inmigración ilegal a costa de batir el récord de violaciones en España y los ataques a mujeres en las calles", clamó Santiago Abascal, el pasado miércoles, desde la tribuna del Congreso. Pero lo que los perturba realmente no es la seguridad de las mujeres, sino algo más visceral: que los inmigrantes contribuyan a la pérdida de identidad de los pueblos de Europa, dentro de una idea europea blanca y cristiana. Y no se esconden: tienen prioridades. El latinoamericano no es una amenaza. La amenaza es el musulmán.
Pero Vox tiene un problema. Prescindió de las cabezas pensantes, de los perfiles técnicos, y se instaló en el aturdimiento. Vox importa ideas de la derecha radical de Francia y Estados Unidos, fundamentalmente, sin exportar ni apostar por ninguna propia. La gente de Le Pen se adapta a los cambios. No se le caen los anillos si tiene que apoyar la introducción del derecho al aborto en la Constitución francesa. Alternativa para Alemania, con planes oscuros contra los inmigrantes, se presenta al mundo con una líder homosexual con dos hijos junto a su pareja singalesa. Vox es incapaz de escapar, sin embargo, de una imagen antigua de España, catolicona, ni de una estructura inflexible y corta de miras. Y aquí entra en juego la inmigración.
España tiene singularidades que Vox pasa por alto, hasta caer en la contradicción. Aspira al voto latinoamericano espantado por las derivas autoritarias y la ruina económica de sus países. ¿Qué hace para concentrarlo? Exigir mano dura contra su regularización y su llegada. Porque el español medio imagina "un inmigrante ilegal" y visualiza un marroquí o un subsahariano en un cayuco. La inmensa mayoría, sin embargo, entra por el aeropuerto y trae pasaporte colombiano, venezolano u hondureño. La fundación Porcausa calcula que menos del 10% procede de África, pero Vox vive en el sueño de las leyes raciales. Entre tanto prescinde de la cintura de sus primos alemanes y franceses para apelar a nuevos públicos. ¿Y qué decir? Es un alivio. No hay nada peor para un partido populista que moverse con los pasos erráticos de un boxeador sonado.