Cuando la política, como sucede hoy, queda reducida a la intendencia para la conservación del poder, el análisis político es copado por los sofistas y otros papanatas adictos a las ocurrencias estratégicas.
Estos son los escoliastas idóneos para la obra de Pedro Sánchez: en sus maquinaciones agónicas quieren descubrir a cada momento un alarde de genialidad táctica, la enésima audacia de un superviviente nato que siempre gana.
Pero lo cierto es que Sánchez nunca ha sido otra cosa que el presidente más débil de la historia de la democracia española.
Todos sus golpes de efecto se reducen a narrativas manufacturadas por su cohorte de spin doctors para encubrir este liderazgo raquítico, que obliga a apuestas cada vez más arriesgadas y corrosivas para salvarse por la mínima de los sucesivos embrollos cada vez más enrevesados en los que se va metiendo (y a nosotros con él).
Para retratar como una hazaña la escapatoria de las zanjas que él mismo ha cavado se hace necesario el recurso constante a una comunicación política epatante. Su carta a la ciudadanía es una más de sus campañas de enjuague ético.
No estoy tan pagado de mí mismo como dicen las cloacas mediáticas; amo profundamente a mi mujer.
No soy un psicópata sin sentimientos; lo estoy pasando realmente mal.
No estoy aferrado al poder; estoy dispuesto a dimitir.
De paso, se carga también de razones para avalar a posteriori el controvertido reconocimiento del lawfare que aceptó para su investidura, así como las malas compañías con las que lo pactó.
¿Había o no había jueces golpistas? ¿Veis ahora por qué había que hacerle un cordón sanitario a la derecha? ¿Os dais cuenta de por qué era preferible Otegi a Feijóo?
Es la debilidad lo que le ha emplazado a explorar estas maniobras y arreglos abominables, pero electoralmente rentables. Y como, incluso en las oligarquías partitocráticas, las ficciones políticas exigen dar razones públicas para las decisiones de los gobernantes más allá del puro interés privado, la maquinaria discursiva del sanchismo se ha dedicado a producir narrativas para moralizar su maquiavelismo.
La filosofía política de Sánchez es la que él mismo sintetizó en la máxima "hacer de la necesidad, virtud". En realidad, es la lógica que inoculó Zapatero, de quien Sánchez es epígono: de la necesidad aritmética de la izquierda de apoyarse en los nacionalistas para gobernar, hacer virtud y arrogarse el papel histórico de evitar que los involucionistas trunquen el camino de España hacia el progreso.
La patológica invocación de la amenaza de los fachas en la carta del presidente a la ciudadanía evidencia que este sortilegio es el único elemento legitimador del despotismo progresista. El "no pasarán" que coreaban los manifestantes de este sábado en Ferraz.
De lo que se trata en verdad es de cohesionar el bloque de poder con los nacionalistas y los populistas, de hacer más alto el "muro", fundamentando este programa excluyente en la legitimidad democrática de la "mayoría progresista".
Es cierto que la pornográfica rusticidad del ingenio, cuando es hasta tal punto explicitada, pierde fuerza retórica. Pero al PSOE le funcionó el 23-J, y por eso aspiran, con la epístola de San Pedro, a que las elecciones catalanas sean un bis de aquellas.
Aun con el pinchazo de la movilización de este sábado para aclamar al duce de la democracia, en gran parte de su militancia el truco sigue surtiendo efecto, gracias a muchos años de educación sentimental, via desmemoria histórica, para injertar la idea de que la derecha es el mal sin mezcla de bien.
Este revestimiento ideológico para lo que no son sino iniquidades dictadas por el cálculo para la supervivencia también ha conseguido calar en gran parte de la intelectualidad, la cultura y la prensa de izquierdas.
Causa rubor comprobar cuántos espíritus progresistas han sucumbido a la alquimia de la propaganda, identificando la necesidad personal del presidente con la virtud pública, y el destino de Sánchez con el porvenir de la democracia misma. No pocos están verdaderamente convencidos de que Pedro Sánchez es una suerte de katejón necesario para frenar la ola reaccionaria global.
🔴Comité Federal del PSOE | Gritos de "Pedro, Pedro" y "¡No pasarán!" en Ferraz pic.twitter.com/2U5PgAbulO
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) April 27, 2024
Esto no va de Sánchez, dicen quienes no tienen una motivación estrictamente crematística para su servilismo. Sánchez es un símbolo, la última víctima de, en palabras del presidente, una "lucha que comenzó hace años".
Los "ataques personales" a él y a Begoña son la enésima expresión de los vestigios del Estado profundo franquista, de una España aún en vías de democratización en la que la galaxia mediático-judicial ultraderechista se conjura contra los gobiernos progresistas.
La victimización de Sánchez ha permitido reciclar el discurso de la naturaleza golpista de la derecha, de su supuesta "concepción patrimonial del poder", esquema a priori que se ha ido verificando y actualizando con sucesivos pretextos.
[Opinión: La izquierda pide un Estado de excepción]
Es la misma dinámica de sobreactuación histérica vigente desde que Pablo Iglesias declarase en 2018 la "alerta antifascista". Una profecía autocumplida del golpismo derechista que acaba justificando el autogolpe izquierdista.
La investigación judicial a la primera dama es el nuevo casus belli para acometer el ostracismo de media España, y para recabar la adhesión del progresismo a la declaración de un Estado de Alarma antifascista que dé cobertura legal al asalto al Poder Judicial y a la limitación de la libertad de prensa. Asusta comprobar cuántos de nuestros compatriotas estarían dispuestos a asentir a una legislación que escamoteara a la derecha la alternancia en el poder.
Lamenta la progresía que la derecha ha cruzado todas las "líneas rojas". Pero el auténtico punto de no retorno en la política española es el que se produjo cuando uno de los bandos se dejó implantar el principio de que la retención del poder es un bien en sí mismo.