Ahora que de casi todo hace quinientos años, yo como Isabel la Católica primero, digo que los riders tienen alma. Que no soy Bartolomé de las Casas, pero tengo la certeza de que son nuestros semejantes.
Iguales en derechos, aunque los hayamos descubierto antes de ayer. Que no podemos ejercerles mal alguno, ni imponerles trabajos que, aún sin obligación, tienen que ver con no dejarles otra opción.
Hablo de los riders porque ahora que ya se han contado los votos en el País Vasco y están a punto de contarse los de Cataluña, a España le quedan problemas de verdad.
Problemas que no tienen que ver con los intereses de los políticos, sino con los nuestros como sociedad. Dilemas éticos que podemos seguir posponiendo porque siempre será más sencillo que confrontar la realidad.
Visto el lunes, pasada la medianoche: con frío de ese que sólo hace en Valladolid en abril (mientras en el resto del mundo es primavera) y aquí todavía usan visón las señoras como quién necesita un chaleco antibalas, para no morir.
Los vi reunidos en un banco, en la acera Recoletos, había diez, casi en círculo como una tribu, hablando de sus cosas con resignación y sobrellevando todo mientras esperaban destemplados pedidos que otros han hecho.
Qué se puede requerir un lunes de madrugada. Hamburguesas, pedidos basura, que no sacian la conciencia.
Y allí estaban ellos, con su abrigo naranja, el casco y las motos y los patinetes y la miseria de saberse aparte haciendo tiempo en lo que alguien freía un antojo y les reconocen la dignidad.
Las nuevas tecnologías, mirar el mundo a través de una pantalla, nos han reseteado la conciencia. Todos esos avances en los que fuimos pioneros, todo rastro de humanidad, han quedado pixelados para no incomodarnos, como cuando estábamos más cerca de ser salvajes que una sociedad.
Igual que en la Controversia de Valladolid se debatían dos opciones antagónicas: la de aquellos que, siguiendo las últimas voluntades de Isabel la Católica, sabían que había que aspirar a mundos más nobles. Y los que, como Juan Ginés de Sepúlveda, se conformaban con mirar para otro lado.
Porque hoy, como en aquella Controversia que fue el germen de los derechos humanos un siglo antes de que en ningún país del mundo supieran ni por aproximación lo que aquello quería decir, sólo nos quedan dos posibilidades: justificar los males de los otros pensando que los riders son una especie inferior o reconocerlos como iguales y que nuestra pereza no puede sostenerse sobe su esclavitud, aunque sea voluntaria y remunerada.
No digo que yo sea un santo. He usado Glovo, por pereza los más días y he dado propina para acallar lo que sabía que no era correcto después.
Pero creo firmemente que podemos ser mejores, que no hace falta que alguien abola el trabajo precario y abusivo, ese que pagamos por no hacer nosotros mismos sólo porque nos da pereza, para ser conscientes de que nos degrada, sobre todo como sociedad.
Y, para que así conste, dejo firma en Valladolid a siete días andados del mes de mayo de MMXXIV.