Si no eres Tom Wolfe o Max Cady en El Cabo del Miedo ponerse un traje blanco es tenerlos bien puestos. Yo acabo de comprarme uno en Scalpers, así arrugadote; un traje informal para ir a Las Ventas la tarde que toreé el francés Sebastián Castella (41), pero no es blanco del todo, es blanco hueso. Y eso es cobardía textil.
Escucho al escritor Miqui Otero (44) en “El Comanche”, el patio radiofónico al que Julia Otero abre sus micrófonos cada viernes por la tarde. Otero tras la gira de promoción de su novela locuta un monólogo sobre los huevos que hay que tener para salir vestido de traje blanco. Siendo hombre, claro, porque no es lo mismo si eres Bianca Jagger o te pide como a Letizia, la mano un príncipe. ¡Cómo voy a echar de menos a Julia en las tardes! No dudo que sus mañanas de fin de semana la próxima temporada en Onda Cero serán radiantes y que la veterana Otero que comparte apellido con el escritor, se merece un descanso, pero… ¿Funcionarán igual las pataletas del toca pelotas Máximo Pradera (65) frente al sentido común de Santi Segurola (67) las mañanas de los sábados y los domingos? ¡Ojalá! Lo escucharemos, aunque sea en pódcast, porque Javier del Pino es mucho pino que cortar.
Mi traje de Scalpers no es blanco que es crudo, huevo roto, blanco sucio… vamos que no es blanco. ¿Por qué no se venden ya trajes blancos de pret a porter? ¿Por qué tiene que recurrir uno a un sastre si quiere lucirse? Es posible que no se atrevan a venderlo o simplemente que no haya demanda. ¡Qué buen negocio está construyendo Jaime Berger y Borja Vázquezcon el Scalpers que fundó Rafa Medina! Su calavera pirata cada vez se ve más por las calles.
Me declaro adicto a los pantalones 501 blancos, más de una decena se han instalado casi sin darme cuenta en el armario en esta década. Levis los va cambiando, incluso llegó a retirarlos del mercado dos o tres temporadas y los clientes fieles tuvimos que ir a buscarlos a Vinted y eBay, que nadie se crea que es siempre el mismo blanco. Ahora que se pueden llevar también en invierno sin que te tachen de skin head, ahora que me ayudan en febrero a no pensar que ponerme y los combino con un jersey negro de cuello cisne y un abrigo cruzado de marinero de ocho botones de ancla, ahora que son un imprescindible del verano, no me los quito de encima. Apenas me duran un día limpios -ir en moto es lo que tiene-, pero nunca fallan. Pero claro una cosa es un jean blanco y otra un traje blanco. Y si se trata del traje de tres piezas con chaleco de Tom Wolfe ni te cuento. Qué nadie se haga trampas, no escribo sobre el esmoquin blanco de José Luis Garci (80) en los Oscar de 1983, que muy pocos se atreven a ponerse, ni tampoco del uniforme clásico de los camareros clásicos de Cipriani -en Forbes House los vestiremos así. No, hablo del traje, de dos piezas o de tres de Tom Wolfe con el que iba a hacer sus reportajes. Eso sí que es ser valiente.
Miqui Otero, aún no he podido hincarle el diente a su Orquesta (Anagrama), estoy a la espera que Bezos me lo traiga, acierta de pleno: el traje blanco, sucio, incómodo, provocador, es una herramienta, una herramienta que proporciona “distancia”. Ver las cosas desde fuera parece una contradicción cuando si te das un garbeo por el barullo pijo de Jorge Juan o el vecindario chic de Almagro embutido en un tres piezas blanco, tú veras la vida de lejos, pero a ti los demás te ven, te ven bien visto, de cerca. Como dice Otero “llevar un traje blanco es ir a la contra. Es un desafío”. Suena extraño porque es cierto que “cuando te lo pones es que no te vas a ensuciar con la realidad”, pero el periodismo de Wolfe era exactamente lo contrario, se trata de escribir desde dentro de la realidad, de convertirse en protagonista, eso resultaba nuevo, nuevo periodismo.
Distancia también la da la barba, y las gafas y caminar despacio, no mirar el móvil en un par de horas, contestar tarde los WhatsApp, pasear con un ramo de flores y un porrito puede que también, pero ninguna de estas cosas es de valientes. El traje blanco es de los muy valientes. Tony Manero fue muy valiente poniéndoselo al salir a la pista bailar, pero no era John Travolta (70), era su personaje. Nik Cohn lo había escrito pensando él.
En el documental de Filmin Radical Wolf, dirigido por Richard Dewey, el escritor cuenta que en sus comienzos como reportero de tribus de hippies y otras chusmas, los peludos pensaban que se trataba de un viejuno de la época, un anciano de treinta años, pero el escritor, que mandó en una novela todas las vanidades a la hoguera, lo que quería decirles es “no soy uno de vosotros. Voy a esta aquí mientras dure mi trabajo de campo para el reportaje, pero luego me marcho a escribir”. Jann Wenner (78), en la buena década de Rolling Stone, supo darle a Wolfe su sitio. Y los editores aprovecharon la tirada millonaria de Rolling Stone para empujar a Wolfe al estrellato mundial. Un hurra por Jorge Herralde (89) que lo supo editar en los tiempos de la contracultura, antes de las vanidades.
¿Qué fue antes el “nuevo periodismo” o el traje de Tom Wolfe? Parece que el periodismo narrativo llegó primero y que ya Wolfe decidió embutirse en el personaje y protegerse de la etiqueta, precisamente con eso, con etiqueta de colono sureño. El traje blanco engorda. Engorda la vanidad. Llama la atención. Das el cante. Wolfe lo utilizaba para explicar que estaba trabajando, que cualquier cosa que le contases podría ser utilizada en un reportaje o en una novela reportajeada.
Tan solo una advertencia para los que se animen. Yo no descarto hacerlo pronto. Si lo usan para ir a una comida, excusen gazpachos, ensaladas y vino tinto. No se avergüencen de anudarse la servilleta como si tuviesen cinco años, y en caso de manchurrón -uno solo se mancha comiendo cuando está disfrutando (máxima de mi cosecha)- nunca, repito, nunca, se le ocurra pedir “Cebralin”. Es de lo más vulgar.