El argentino Ricardo Piglia escribió en Respiración artificial que "escribir una carta es enviar un mensaje al futuro; hablar desde el presente con un destinatario que no está ahí, del que no se sabe cómo ha de estar (en qué ánimo, con quién) mientras le escribimos y, sobre todo, después: al leernos. La correspondencia es la forma utópica de la conversación porque anula el presente y hace del futuro el único lugar posible del diálogo."
Recordé esta cita al leer, entre admirada y consternada, la carta firmada por cientos de estudiantes judíos de la Universidad de Columbia. Se trata de una carta dirigida a la comunidad universitaria como respuesta a las sentadas y manifestaciones producidas en su campus en las últimas semanas. Una misiva que termina con un listado de nombres y apellidos y estudios cursados. Y a la que, como por cuentagotas, se van sumando más y más firmantes con cada hora que pasa.
Este es uno de los puntos que más llaman la atención de la carta, de por sí ya llamativa: el listado de los nombres. Más de quinientos alumnos que han decidido que nos les importa (o que no van a permitir que les importe) tener a otros cientos de estudiantes acampados al otro lado de la ventana, con la cara envuelta en un pasamontañas o una kufiya, gritando "desde el río hasta el mar" o "Hamas make us proud, kill another soldier now".
Que no van a permitir que el miedo ni la intimidación les impida reconocer, negro sobre blanco, accesible para todo aquel que quiera leer, que pertenecen a la religión de Abraham. Como dice la carta, durante seis meses muchos han hablado en su nombre, pero ha llegado el momento de hablar en "nuestro propio nombre". En más de 500 nombres.
Los romanos decían que nomen est omen, que el nombre es el destino. Y solo se consigue agarrar al propio destino por las solapas cuando se toma responsabilidad de lo propio. De las propias afirmaciones, de las propias decisiones. Cuando se las sella con el propio nombre.
La responsabilidad es una cualidad que se puede eludir con cierta facilidad cuando se tiene una masa alrededor que la difumina, que la envuelve y disuelve. Lo pienso cada vez que escucho alguno de los cánticos verdaderamente dementes que se vociferan desde los campus de algunas de las universidades más caras del mundo. De cómo la responsabilidad de los cánticos y su significado se ha disuelto y quedado suspendida en una masa homogénea que ha perdido su conexión con la realidad del lugar.
"Los manifestantes del campus nos han deshumanizado", firman estos estudiantes de veintipocos años. Unos jóvenes que están viviendo como sus compañeros de biblioteca y aula y resaca, hasta hace unos meses puede que incluso amigos, les encajan en una masa común, desfigurada y sin rostro particular, presidida exclusivamente por el título de "judíos". Todo ello debido a las decisiones, cuestionadas por muchos, del gobierno de Israel.
¿Cómo se hace para recuperar esa humanidad perdida? ¿Cómo se hace para desprenderse de esa masa uniforme? Poniéndole nombre. Y apellido. Y estudios y año de graduación. Porque el nombre humaniza, el nombre es nuestro destino. Y esta carta, como decía Piglia, es un mensaje para el futuro, desde el presente, pero también desde el pasado: la retórica de odio y los binarismos simplistas nunca han llevado a un progreso civil, sino precisamente a todo lo contrario.