Escribió J. R. R. Tolkien que el Mal no puede crear nada nuevo, sólo corromper o arruinar lo que el Bien ha creado. El catolicismo siempre ha sido especialmente perspicaz respecto a la naturaleza del Mal, y este es un ejemplo meridiano.
Si el Mal no puede crear nada nuevo no es porque no le dé la gana, o porque le satisfaga más corromper o arruinar lo que han creado otros, sino porque está imposibilitado ontológicamente para ello.
El Mal es la incapacidad de crear, no ya algo positivo, sino cualquier cosa. A no ser que se entienda el producto de la destrucción como un bien en sí mismo. Ya saben, el rollo ese de "la destrucción creativa" y del "hemos pacificado Cataluña".
A Cataluña la pacificó la cárcel y la amenaza de cárcel, y si ahora Salvador Illa ha ganado las elecciones y el independentismo ha perdido la mayoría no es por un súbito amansamiento de la fiera, sino por el hartazgo del electorado separatista y porque la inmensa mayoría de las neurosis del independentismo, incluida la de esa barbarie pedagógica y despiadadamente clasista llamada "inmersión lingüística obligatoria", han sido asumidas por el PSC y por los comunes de Sumar.
¿Cómo no se van a amansar si les estás perdonando los delitos, defendiendo su relato victimista, trasladando la responsabilidad de sus fechorías a la oposición y permitiendo que se queden lo robado?
El debate, en cualquier caso, no es ese.
El debate es el de si es legítimo conseguir un bien supuestamente mayor (la pacificación) a cambio de una inmoralidad presuntamente menor (la amnistía).
"Cuando los fines son lícitos, también lo son los medios" decían los consecuencialistas, obviando que hay cientos de fines perfectamente lícitos que apenas exigirían la destrucción de los derechos fundamentales de un solo ciudadano.
Un solo ciudadano a cambio del bien de todos. ¿No es ese un precio razonable a pagar? Sobre todo si el que decide a qué llamamos "bien mayor" y "mal menor" soy yo.
Y eso dejando de lado el elefante en la habitación: la evidencia de que Sánchez no está haciendo esto para pacificar nada, sino para eternizarse en la Moncloa.
O el segundo elefante en la habitación: la evidencia de que la ley de amnistía es un incumplimiento a plena luz del día del pacto social entre ciudadanos y entre los ciudadanos y sus representantes.
Y si ese pacto social ha sido roto por una de las partes, la de los políticos, ¿por qué deberían los ciudadanos seguir cumpliendo su parte del trato?
Esa es una buena pregunta.
Pedro Sánchez se ha presentado a sí mismo como un presidente creador cuando ha sido esencialmente y sobre todo un presidente destructor.
Sánchez ha destruido los consensos de la democracia salida del 78, la mera posibilidad de un pacto de Estado entre las dos fuerzas principales del escenario político español, la confianza de los ciudadanos en las instituciones, la credibilidad de la Justicia, la igualdad de los españoles ante la ley, la confianza hacia el Gobierno, las muy sanas líneas rojas en democracia frente a aquellos partidos que aspiran de forma explícita a la destrucción del Estado de derecho, y, sobre todo, la convivencia entre españoles.
"Sánchez no ha roto nada esencial" dicen aquellos que seguramente protestarían si un escuadrón de chechenos doble cuerpo se presentara en su casa, trinchara sus muebles, incendiara sus cortinas, triturara sus cuadros y destripara su biblioteca con el argumento de que "a la casa no le ha pasado nada, las cuatro paredes siguen en pie".
Sánchez llama a la redecoración de nuestro Estado de derecho "derechos", "progreso", "avances", "pacificación", "lucha contra la ultraderecha" y demás chatarra propagandística para consumo de simples. Pero eso es sólo fango dialéctico.
La realidad es que en el interior de la casa ya no queda nada en pie.
Busquen en Netflix el especial Baby J del humorista John Mulaney. Baby J es, sin duda alguna, uno de los mejores y más despiadados espectáculos de los últimos años.
En él, Mulaney explica su adicción a las drogas y su proceso de desintoxicación.
Mulaney explica en Baby J que, como parte del proceso de desintoxicación, le prohibió a su contable que le diera dinero en efectivo, a no ser que se lo pidiera por email y con copia a su médico. "Me arrepentí de mi propia regla en cuanto colgué el teléfono" dice Mulaney. "En consecuencia, me pasé los seis meses siguientes pensando en maneras de robar mi propio dinero para comprar drogas".
Una de esas maneras consistió en comprar con su tarjeta de crédito, la única que le quedaba activa, un Rolex de 12.000 dólares en la tienda de la marca de Madison Avenue, en Manhattan, para empeñarlo a los cinco minutos por 6.000 dólares en efectivo.
Dice Mulaney al público: "Debéis de pensar que soy idiota. Pero dejadme preguntaros algo. ¿Se os ocurre alguna manera mejor de conseguir 6.000 dólares en efectivo en sólo cinco minutos y gastando solamente 12.000 dólares? Y antes de que penséis en lo despreciable, derrochadora y desagradable que es esta historia, pensad en lo siguiente: esta historia es sólo una de las que puedo contaros".
Supongo que intuyen el paralelismo. Sánchez ha empeñado la igualdad de los españoles ante la ley a cambio de su permanencia en el poder durante un periodo de tiempo que ni siquiera él conoce y que podría ir desde tres años a sólo unos días.
Pero desde su punto de vista, desde el punto de vista de Sánchez, el precio a pagar ha sido completamente razonable porque su permanencia en el poder es un bien infinitamente más deseable que el de la igualdad de los españoles ante la ley. En cierta manera, a Sánchez, como a Mulaney, el negocio se le antoja redondo: lo ha conseguido todo a cambio de nada.
Casi puedo imaginar a Sánchez diciendo:
Debéis de pensar que soy idiota. Pero dejadme preguntaros algo. ¿Se os ocurre alguna manera mejor de conseguir unas semanas más en la Moncloa con una sola ley y pagando solamente el precio de vuestra igualdad ante la ley? Y antes de que penséis en lo despreciable, derrochadora y desagradable que es esta historia, pensad en lo siguiente: esta historia es sólo una de las que puedo contaros.