Quizá sea un poco vieja, o quizá sólo sea flamenca, pero el fenómeno Taylor Swift me ha pillado completamente con el pie cambiado. Me siento un zorrillo alucinado ante unos focos en mitad de la carretera. No la había visto venir y de repente me ha arrollado con sus 500 millones de fans, es decir, con los 500 millones de personas aparentemente naifs y sentimentales que me arrastrarían de la coleta si supieran que no entiendo la adoración a su reina.

Taylor Swift.

Taylor Swift.

Hablamos de gente que es capaz de orinarse en un pañal por no perderse ninguna de sus canciones en concierto. No me preocupa no intimar con peña que jerarquiza así sus necesidades físicas.

Creo que en toda mi vida no he escuchado una canción de Taylor Swift. No conscientemente, quiero decir. Supongo que alguna me habrán calzado subrepticiamente en una radio de fondo, pero no he podido reconocerla. Su estilo y su voz me pasan totalmente desapercibidos. No tiene hits. Es una diosa desdibujada, vaporosa, ¿débil?

No, sé que no, porque está haciendo historia, aunque no me explico bien dónde la hace. Tengo la sensación misteriosa de que Taylor sólo existe para los que la aman, como una puerta secreta y camaleónica camuflada en la pared. No sabes que lo es hasta que se abre, pero, una vez que la descubres, sólo piensas en pasar a través de ella. 

Claro que no soy la única a la que le sucede esto. Sé que somos legión los sordos a Taylor (los que vivimos atentos al mundo, a un mundo que lo abarca todo y que la esconde únicamente a ella), pero el otro bando está a punto de superarnos en número. El planeta ahora mismo se divide entre los que veneran a Swift y los que no entendemos bien quién es. No hay más.

No distingo a un grupo real de haters. A la chavala no se la puede odiar porque es inane. Ese es el gran enigma, la adivinanza internacional. ¿Cómo alguien tan absolutamente plano puede despertar tantas devociones radicales? 

Veamos. 

Taylor es blanca, correcta, inofensiva, dulce, mona pero no arrolladora, sistémica. No rompe nada. No transgrede. Es la artista templada. Es un pacífico caldo de pollo: reconforta, pero no fascina.

Claro que, por eso mismo, porque no hay en él un sabor tan contundente que te cargue y te lleve al cansancio, podrías comerlo todos los días. Es como estar en casa. Es como un abrazo largo.

La Swift (digámosle así, es un piropo folclórico que remite a la unicidad, a la cosa irrepetible: ahí La Pantoja o La Jurado) le presta carne y cara a un deseo ecuménico de potencia inimaginable: representa el triunfo de la chica normal. Con su sola y empática existencia, recuerda a las niñas majas del montón que tienen derecho a "brillar", a "soñar", a "encontrar su voz" y lugares comunes así. 

Es la historia de siempre, la americanada más básica, neoliberal, glaseada y torpemente inclusiva. Este es el cuento de la niña invisible del cole que, por timidez, esconde su brutal talento... hasta que un día un suceso expectorante la agita e, impulsada por su única colega (habitualmente, una chavala negra que siempre confió en ella), se expresa por fin y rompe a molar.

¿Cuál es el acierto estadístico de Taylor? Que el mundo está lleno de niñas translúcidas que secretamente se sienten especiales.

¿Cuál es la trampa? Que, habitualmente, no lo son.

Pero en el siglo del buenismo hemos mentido (seguimos mintiendo) para tener a las nenas contentas. Se nos ha ido de las manos el "todos valéis", el "tú también llevas dentro una estrella", el "fracasar es no intentarlo". A ver cómo gestionamos ahora toda esta caterva de egos imprudentes, todo este fárrago de artistas multimedia

Taylor es perfecta para estimular esa ilusión de ser un cisne en el cascarón. Ella lo consiguió, y eso quiere decir que tú también puedes hacerlo.

Spoiler: no lo harás. 

Como dice mi amigo Raúl, a nosotros no nos interesa admirar a personas normales (ni, por supuesto, pagar 200 pavazos por verle la cara en el Bernabéu a una persona normal). Ni siquiera nos interesan artistas que nos recuerden psicológicamente a nosotros mismos, y yo creo que es porque no estamos buscando autoayuda en la cultura. 

Si me irrita un poco Swift es porque me resulta un gigantesco "sólo soy una chica" no irónico.

Sus formas, su carácter, su propuesta...

Todo calca los roles de género más clásicos. Vaya fiestón sexista. Es el universo de Sofia Coppola ampliado hasta el pánico. El microcosmos de las cositas lindas, de los perfumes dulces, de los colores pastel, de los lacitos y de las tacitas (de todo lo que es frágil y bonito porque se dice femenino).

Es la victoria de lo descafeinado, de lo mono, de lo inútil, de lo pequeño, de lo cursi, de lo soporífero, de lo asexuado. De todo aquello que no tiene nada que ver con el poder, pero, ¡otra trampa! Ella sí que es poderosa (aunque baile como un patillo mareado).

Quienes la siguen, de nuevo, no. Tengo la sensación de que están adorando a un dios de barro. De que están corriendo detrás de un fantasma que inspira trileramente y que infantiliza hasta al más punki.

Es un jodido algodón de azúcar de feria que te rodea el cuello hasta asfixiarte. 

Empalaga, idiotiza, frikiza. 

En las colas he visto a tías de 30 años vestidas de haditas del bosque. Hay mucha mariliendre por ahí suelta con estrés postraumático. Las chavalas revientan los bazares chinos de Madrid para pillar brillitos que pegar en sus chaquetas y bolitas para hacer pulseras que intercambiar con desconocidas... y así celebrar la "amistad". Menudas psicópatas. Es de una ñoñez y una cutrez insoportable. 

Cuando veo el ambiente de sus conciertos, vuelvo al patio del colegio. Me acuerdo de las instrucciones que me dieron para ser una chica bien, para ser la chica que debía ser. Todas las encuentro en Taylor.