Yo crecí con una serie de nombres. Unos nombres que se oían de pasada en mi casa, que aparecían y, al poco tiempo de ser considerados, se volvían a desvanecer. Angelman, Dravet, Rett. Mi casa no era su lugar.

Por entonces, cuando se empezaron a oír, yo no sabía qué eran ni qué implicaban. Lo único que sabía es que eran importantes. Nombres que evidenciaban una búsqueda, pero que no proporcionaban ninguna respuesta.

Yo crecí con una hermana pequeña que tenía una serie de características que otros hermanos pequeños no tenían. No hablaba, no caminaba, no comía. Convulsionaba. Durante dieciséis años yo no supe cómo responder a la pregunta recurrente de "y tu hermana ¿qué tiene?".

Dos niños durante la campaña 'En el partido de las epilepsias jugamos #SinBanquillo', el pasado mayo.

Dos niños durante la campaña 'En el partido de las epilepsias jugamos #SinBanquillo', el pasado mayo. Cedida

"No lo sabemos", o "no tiene diagnóstico", o "un retraso psicomotor severo" solían ser las apuestas habituales. Porque algo le pasaba, de eso no había duda, pero nadie sabía concretarnos el qué ni el porqué. Llegamos a pensar que nunca tendríamos respuestas a estas preguntas.

En 2018, con dieciséis años, llegó el primer diagnóstico. Después de largos años de pruebas, ingresos, médicos y más pruebas, de medicamentos que no funcionaban y comportamientos que no se controlaban, por fin alguien abrió ese pequeño cofre de esperanza que trae consigo un diagnóstico. Volvió a surgir uno de los nombres que habían habitado mi casa cuando era pequeña, con un matiz: Síndrome de Rett, pero atípico. Ahora, ya tenía la respuesta.

El momento de recibir un diagnóstico se asemeja a cuando el cielo está encapotado, a punto de estallar en una tormenta violenta y, de repente, empieza a asomar un rayito de sol. Se empiezan a ver similitudes, sintonías, lugares comunes. Se empieza a percibir el consuelo de no seguir envueltos en esa sorda soledad que supone el no saber.

Sin embargo, este tampoco iba a ser nuestro destino final.

Este febrero pasado, casi de forma imprevista, todo llegó a su fin. O a su principio, según se quiera ver. Mi hermana recibió su diagnóstico real, su diagnóstico definitivo, uno que tardó 21 años en llegar: Síndrome por deficiencia CDKL5. Una enfermedad muy rara que se cree padecen 400 personas en España pero de las que sólo un 10% están diagnosticadas. Un síndrome cuyo día se celebra hoy, 17 de junio.

Cuanto más leía sobre este nuevo diagnóstico, más la veía a ella: crisis epilépticas incontrolables, escoliosis, bruxismo, la estereotipia de las manos que no dejan de moverse. Una discapacidad física e intelectual muy severa.

De repente, pasamos de ser una isla, solitaria y crepuscular, a formar parte de un archipiélago al alba. Ahora, ya tenía la respuesta definitiva a la pregunta "y tu hermana ¿qué tiene?".

Pero le faltaba algo. Se trata de una respuesta que sólo la bordeaba, que sólo dibuja los contornos, pero que no la pinta en su totalidad, con sus colores, con todos sus degradados, con todos sus matices.

Yo he crecido y sigo creciendo con una hermana que ríe con todo su cuerpo. Que tiene una alegría que no le cabe en el pecho y una mirada de una sinceridad extraordinaria. Yo he crecido y sigo creciendo con una hermana que es un imán, que atrae a todo aquel que se encuentre a su alrededor y que, por mucho que uno intente resistirse, te rinde a sus encantos.

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Yo he crecido y sigo creciendo con una hermana que camina despacio, siempre necesitada de una mano que la sostenga, que la acompañe, pero que, precisamente en esa lentitud, en ese paso que te impone, te acaba sosteniendo ella a ti.

Yo he crecido con una hermana que ha hecho que me esfuerce por no ver el mundo a través de mis ojos, sino a través de los suyos, de cómo ella nos mira y lo mira. Con una mirada confiada, entusiasta y clara, esperanzada. Con una mirada que refleja una única necesidad y una única entrega: todo por amor.

Yo he crecido con una hermana con Síndrome por deficiencia CDKL5, sí. Pero he crecido y sigo creciendo con una hermana que ha hecho del querer desinteresado un arte diario, y del darlo todo sin reservas y sin esperar nada a cambio una norma cotidiana.

Yo he crecido y sigo creciendo con una hermana que es un deshielo diario para este mundo.

Supongo que siempre he tenido mi respuesta.