El concepto de clase media siempre ha sido un poco huidizo. Un concepto muy amplio y blando, escurridizo, que pretendía colmar ese abismo que separaba a los ricos de los pobres, a la clase alta de la clase trabajadora.

Un surco que se empezó a llenar a partir de 1950 de gente que, poco a poco, mucho trabajo mediante, iba mejorando sus condiciones económicas y sociales. Su adquisición de bienes. Su estabilidad vital.

Hacía falta un término para englobar a todas esas personas que se liberaron de las garras de la pobreza para asentarse en ese lugar cómodo y sereno, en el que se trabajaba para ganarse un sueldo, pero en el que se recibía un salario que, además de satisfacer sus necesidades, dejaba un pequeño plus para darse algún gusto al mes. Ni más, pero tampoco menos.

La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, durante la última sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados.

La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, durante la última sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. Eduardo Parra Europa Press

Según el Diccionario de la Lengua Española, clase media es "el conjunto social integrado por personas cuyos ingresos les permiten una vida desahogada en un mayor o menor grado". Hasta hace no mucho, la clase media era esto. Quienes trabajaban, pero vivían de forma cómoda. Quienes podían ahorrar un poco, pero no tenían un yate en el Mediterráneo en el que tostarse todo el mes de agosto.

Era un grupo cada vez más numeroso de gente que podía estudiar e irse una semana de vacaciones en verano. Que podía comprarse libros sin tener que renunciar al pan en la cena. Que podía ir el domingo a tomar el aperitivo sin tener un roto al final de la semana.

La clase media era una forma de vida que se estaba convirtiendo en habitual, en el grupo más común. Era, parecía ser, el triunfo del progreso y también de la libertad. Porque por mucho que nos repugne y por mucho que nos ponga los pelos de la nuca de punta, tener algo de dinero da independencia y significa tener la posibilidad de decir en algún momento: no me da la gana.

Pensaba estos días en el significado puramente estadístico de la palabra, y da la impresión que la clase media se está acercando bastante a lo que afirmó que era hace unos días la ministra de Hacienda, María Jesús Montero: a cobrar el Salario Mínimo Interprofesional. Es decir, 1.134 € en 14 pagas, y dar las gracias al sistema haciendo una profunda reverencia antes de cerrar la puerta.

Porque el 26,5% de la población española vive en riesgo de pobreza o exclusión social. El 37% no tienen la capacidad para afrontar gastos imprevistos y uno de cada cinco españoles no puede permitirse calentar su casa en invierno. Somos el cuarto país en la Unión Europea con más personas en riesgo de pobreza o exclusión social.

Josep Pla escribió que "cuando las leyes se dilatan, el hombre tiene, momentáneamente, la ilusión de la libertad: se dedica entonces a la oratoria y a construir párrafos. Pero ello dura poco. La libertad política tiene una base escasa y falaz. Lo importante es la independencia económica". Tenemos nuevos derechos y nuevas leyes a punta pala, pero ojo con eso de querer llegar holgadamente (o, siquiera, llegar) a fin de mes.

El dinero tiene esa cualidad tan perturbadora e ilusoria de desaparecer, como un perfume. De parecer que está cuando hace ya tiempo que se ha ido, dejando tras de sí un leve rastro, un leve aroma de una vida mejor. Por eso seguimos creyendo que somos clase media cuando nos podemos permitir comprar algo de comida y sentarnos en un banco en el parque. Ahora, parece ser, pertenecer a la clase media significa vivir cerquita del umbral de la pobreza.

Hasta hace no mucho, la clase media no era esto. No era comprobar a mitad de mes el dinero que te queda en el banco, con un hilo de sudor frío cayéndote por la sien. No era ojear compulsivamente el catálogo de las ofertas, a ver si esta semana se puede comer ternera, ni ponerte más y más mantas en invierno porque no puedes mantener la casa a una temperatura habitable.

Hasta hace no mucho, la clase media no era estar condenados a la supervivencia. Ahora, tristemente, parece ser que sí.