"Asher Lev, un artista que se engaña a sí mismo es un tramposo y una puta. No te conviertas en una puta".

Esa es la advertencia de Jacob Khan a su discípulo en la novela de Chaim Potok Mi nombre es Asher Lev.

Siendo solo un niño, Khan le enseña a Asher Lev el valor de no mentir en el arte. "Una vez que decides pintar algo, debes pintar la verdad o pintarás verdaderas idioteces". Cuando el pequeño artista crece y va demostrando su talento, el maestro le previene contra otra forma mucho más brutal de mentir, una que vacía la propia vida: venderse a uno mismo.

Portada de la novela 'Mi nombre es Asher Lev', de Chaim Potok.

Portada de la novela 'Mi nombre es Asher Lev', de Chaim Potok.

"No seré la puta de mi propia existencia", decide un Asher Lev ya adulto enfrentado a la decisión que sabe que le alejará de su familia, de sus amigos y de todo lo que le es conocido y seguro.

Es probablemente esa valentía la que hace que el mundo siga girando. Es quizá ese coraje el de más valor. El que debe demostrar cada ser humano que se asoma al abismo de escoger entre vivir en conciencia o entregarse a la comodidad acaramelada de una subsistencia cobarde.

Quizá el mal no se aproveche de los hombres decididamente crueles, empeñados en socavar la civilización desde sus cimientos, sino en toda una serie de hombres pequeños que, sin un empeño consciente en causar daño, se prestan a ser la puta de su existencia.

Hagamos caso a Asher Lev y miremos de frente al mundo.

Quizá el problema de la migración tiene menos que ver con un orquestado reemplazo enfrentado a un racismo estructural de ultraderecha, y más con gobernantes frágiles que miran hacia otro lado y ocultan la verdad bajo un paternalismo buenista o un populismo destructivo. Es lo que ocurre cuando la verdad no está en manos de hombres virtuosos, sino de oportunistas.

¡Cuántos hombres avergonzados de sí mismos ha fraguado lentamente la acomplejada autopercepción del Occidente actual!

Y cuántos hombres pequeños tiene que haber en una misma cadena para que los dirigentes de un país opten por la impunidad y el desaliento con tal de seguir gobernando. Para que los líderes decidan que la verdad es un coste inasumible si implica perder poder.

Cuántas idioteces tiene que permitirse uno para aceptar una afirmación como la de que "no hay un sistema científico sólido para identificar hombres y mujeres".

Cuántas personas, en fin, tienen que prestarse a ser la puta de su propia existencia y hacer del mundo un lugar menos habitable, menos digno, menos verdadero.

Qué fácil es vivir dejando flecos sueltos, encogiendo los hombros y en permanente justificación de uno mismo. Cambios de opinión, dicen algunos. "Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros", decía Groucho Marx.

Pero, ¡qué libertad alcanza uno cuando se niega a hacerse trampas, cuando asume la responsabilidad del lugar que ocupa en el mundo y no acepta que le saquen a empujones de ahí!  

Y si el mundo sigue girando es porque todavía quedan hombres que no renuncian a la única empresa en la que merece la pena alistarse para la primera línea: la conquista de uno mismo.

Menos mal que, como dice Vasili Grossman en Vida y destino, "no es el hombre quien es impotente en la lucha contra el mal, he visto que es el mal el que es impotente en su lucha contra el hombre".

Que Grossman pueda escribir eso en una novela que narra la atrocidad de la guerra es esperanzador. Significa que, aunque hagan menos ruido que los cobardes, es posible que haya muchos más Asher Lev que un día tomarán una decisión irrevocable: "No seré la puta de mi propia existencia".