Uno de los grandes eufemismos que nos ha colado la jerga neoliberal es el de paraíso fiscal, cuando en realidad se parecen más a cuevas de ladrones o a la guarida del lobo que a archipiélagos de libertad en un océano de tiranía estatal.
Esos seudoestados que sobreviven parasitando un contexto internacional ordenado venden privacidad, como los parkings traseros de los prostíbulos de carretera. Son discretos con las identidades de sus clientes y no se lo ponen fácil a la justicia cuando reclama datos de posibles cuentas delictivas.
No son tanto el refugio de pequeños ahorradores como el reservado al que van a parar los que hacen a escondidas lo que no pueden hacer en público.
Telegram también nació como un paraíso de la comunicación, y compartía el presupuesto de los paraísos fiscales. Si el Gran Hermano, el Leviatán, o el Estado policía, lo controlaba todo, que en el caso de Rusia podía ser cierto, había que crear un espacio al margen del control estatal, libre de policía y espías.
¿Pero en qué se ha convertido esa tierra prometida, cuál es la realidad de la promesa del paraíso?
A las redes sociales les está pasando lo que a los paraísos fiscales. Empezaron siendo la tierra prometida de la libertad en un mundo de opresión, y han acabado siendo la sala de póker en la trastienda de los Estados donde se reúnen defraudadores, abusadores de menores y traficantes de drogas y de armas.
Los argumentos libertarios reaccionan contra la posibilidad de eliminar la libertad de expresión y de información, dos de los pilares de cualquier sociedad libre, y hacen bien en levantar un dique contra la tiranía defendiéndolos a capa y espada. Me sumo a tan digna misión. Pero haríamos mejor si también nos diésemos cuenta de que a la información le pasa lo que a la economía, que no se autorregula. Debería ser incuestionable que no hay mercado sin regulación, ni información sin control.
Esos piratas que se refugian en paraísos fiscales serían capaces de hundir la economía de cualquier país, y de sumirnos a todos en una pobreza como la de Venezuela o Cuba, si no se les controlase.
Con la opinión pública sucede algo parecido, y llama la atención que estemos tardando tanto en reaccionar. Un opinador anónimo, sin miedo a las consecuencias de sus actos, es capaz de provocar un incendio en Londres, el asalto al Capitolio o un crimen de odio contra un inocente.
La democracia se sostiene sobre la opinión pública, pero no sólo, porque eso es como bailar sobre un volcán. La opinión es frágil por las dos caras.
Por una, porque el poder siempre tiende a silenciarla si es molesta.
Y por otra, porque la opinión del que sale de la caverna suele ser silenciada por el resto de cavernícolas. Recordemos que, en el mito de Platón, al que volvió a la caverna para contar lo que había visto lo molieron a palos sus iguales, no el tirano.
Las redes sociales sin control actúan más como cavernas trituradoras de opinión que como academias platónicas. Si amamos la libertad de expresión y el derecho a la información, lo más urgente será protegerlos de sus enemigos. Y esos, hoy por hoy, no son los Estados democráticos y liberales, sino muchos de los opinadores que delinquen ocultos detrás de perfiles anónimos.
Tengo derecho a opinar sin que me injurien ni calumnien, y tengo derecho a informarme sin que falseen deliberadamente la realidad. Mi libertad depende de ello. Creo que esto pasa por la posibilidad de la identificación de los perfiles anónimos y el compromiso de redes como Telegram por colaborar con la justicia del Estado en el que se utiliza.