Hay un misterio en las antigüedades que no tiene que ver con el oro que aún les brilla, sino con cómo un objeto es capaz de plegar el tiempo como un agujero de gusano y unir el siglo XVIII con el XXI. Un espejo veneciano devuelve el reflejo de todos los siglos que se han reflejado en él. Por eso siguen quedando anticuarios en el Rastro, aunque vivan más de la pasión que de las ventas.
Sin embargo, nunca habrá un mueble de Ikea, a no ser que sea en el museo de los horrores, por mucho tiempo que pase, porque no hay forma de que el aglomerado sobreviva con dignidad al tiempo.
Y no hablo del piso de la abuela que se alquila, con los mismos tapetes desde que murió hace veinte años, a estudiantes perdidos recién llegados a la ciudad. A ese piso, Ikea y una mano de pintura le harían un favor.
Hablo de la diferencia entre un oficio casi extinto: el del ebanista, que hacía los muebles a medida, al de Ikea, que ha conseguido que los pisos sean a la medida de sus estanterías, como si todas las promociones de la última década en todas las ciudades españolas fuesen de una constructora sueca.
Los muebles era lo que diferenciaban todavía un hogar de una oficina y los suecos, con su pragmatismo minimalista, con su estantería Kallax, lo volaron por los aires.
Un hogar, que tiene serias diferencias con una casa (aunque eso es otro artículo) no tiene que ser útil. Sobre todo no tiene que ser útil. Por eso las casas grandes tenían un "salón de pasos perdidos", que no servía para nada exactamente, pero que no tenía una mesa Ekedalen en el centro de la alfombra.
Un hogar es una trinchera de cosas sin una función exacta, pero que tienen que ver con quiénes somos y quiénes queremos ser.
La pandemia sirvió para reencontrarse con las casas. Para que todos nos diésemos cuenta de los defectos que llevábamos años pasando por alto porque nos habíamos empeñado en tener viviendas más funcionales que hogares. ¡Malditos arquitectos con ínfulas! Ínfulas, que no son más que el nombre alegre de las prisas que llevamos.
Y hacen casas donde lo único importante son las camas en las que se echa uno antes de marchar nuevamente y volver sólo para dormir a la noche otra vez. Pisos con ventanas pequeñas por las que sólo entra una luz de presidio.
Yo quiero los techos altos, esos techos de los que ya casi nadie se acuerda, aquellos que eran otro horizonte que nos habría venido bien en aquellos meses confinados, pero las casas ya no se hacen así… Cielos de los pisos parisinos, cielos altos de Castilla con molduras.
Las casas de mis amigos son todas iguales, como mucho varía el color del sofá entre un beige y un blanco roto. Y sus muebles no dicen nada del dueño más que hay un Ikea en su ciudad.
Con los pisos nos ha ocurrido durante las últimas décadas como con los políticos, que nos valía cualquiera y así se nos desmorona la sociedad.
Por las cocinas pequeñas empezó la decadencia: en una cocina diminuta no cabe una vida. Una cocina necesita que quepa una mesa con sillas alrededor porque es precisamente allí donde se amasa casi toda la literatura que merece la pena escribirse.
Las casas no requieren un hall en el que dejar los zapatos y los bártulos que no somos capaces de ordenar ya en otros lados. Las casas necesitan un zaguán, un bargueño y un ropero en el que colgar los abrigos de los amigos cuando llegan; pero da igual porque ya no se invita.
El caso es que somos más pobres, porque invitamos menos a casa que nuestros abuelos. No puede ser que España cada vez se parezca menos a España. Quizá por eso Ikea nos ha elegido para lanzar su nueva plataforma de venta de muebles de segunda mano. Con la certeza de que los españoles cada vez compran más muebles que no heredarán sus hijos. Una buena idea con un mal presagio.
Primero fueron los coworking y después llegó lo del coliving, como si quisieran hacer chic la pobreza, que aunque ustedes no se acuerden tuvo su predicamento en muchos medios. Y ahora Ikea sigue con esa idea insana de que no tendrás nada y serás feliz. O tendrás una estantería Janinge y dos platos y serás feliz.
Y todo con el pretexto insano de que hay que reciclar hasta los sueños para no contaminar.
Llámenme clásico, pero para eso yo sigo siendo de la opinión de Rafael Gómez, El Gallo, cuando le preguntó alguno de la cuadrilla "¿qué es lo clásico, maestro?".
"Lo clásico es aquello que no se puede hacer mejor", respondió.