Parece que en los Mercadona se está rifando una ITS como una tarta de bodas. Jajá. Ahora se ha puesto de moda ir al súper entre las 19:00 y las 20:00 de la tarde y poner una piña bocabajo en el carrito como gesto de disponibilidad. Podría parecer entrañable si no fuera porque rápidamente te das cuenta de que es muy representativo de nuestra párvula libido social.
Hay una cosa infantiloide que está presente. Una cosa simpática y asexual, inofensiva, como una película de Dani Rovira. Hay una cosa chanante, casposilla, como un cachondeíto naif y cierta obviedad que a mí me da mucha bajona. Es como jugar con las cartas bocarriba.
Yo no sé qué cara hay que poner cuando miras el reloj y dices "coño, menos diez", y coges el carrito y te bajas al súper buscando rumba con espontáneos de tu barrio (que ya me dirás dónde te metes cuando eso prospere y luego fracase y tengas que ir de incógnito por tu propio distrito, con gabardina y gafas de sol). Sospecho que es como cuando te cantan "cumpleaños feliz": no hay una cara buena, sólo un desear que pase la cancioncilla, sólo un deseo radical de morir cuanto antes para que el mundo no te siga convocando a ritos pueriles mientras a la vez te pide que seas un caimán.
En los supermercados, como decía Isabel Coixet, nadie piensa en la muerte. Pero yo creo que deberíamos.
Yo siempre avisé de que los hombres más guapos de Madrid suelen estar en el Carrefour de Quevedo alrededor de las 22:00, que es cuando yo hago la compra. Son morenos y rubios y castaños y ajenos y altos y un poco melancólicos, son agradables y están cansados y van por los pasillos como indecisos, toqueteando esto y aquello, pero sin tener claro qué necesitan, ni, sobre todo, qué quieren.
Pues eso: hombres.
Compartimos parada de metro y nada más, vidas desencontrándose por los bares del centro, uno que entra al Tempo cuando yo salgo, otro que va al baño cuando yo voy a fumar, fiestas donde estuvimos de espaldas o amigos en común con los que nunca coincidimos, museos que visitamos en días distintos, y así todo el rato, dándonos esquinazos en un mapa invisible hasta que nos intuimos entre las baldas del Carrefour de Quevedo, nos miramos dos veces y no hacemos absolutamente nada.
Eso es lo que más me gusta del deseo: la inacción.
A las cosas que de verdad te gustan nunca te acercas, o te acercas con cuidado.
Yo he adorado observarles como una leona en un safari, girando la cabecilla despacio, con cierta indiferencia. Hay que irse. Hay que coger el provolone y pirarse antes de que esto se convierta en una comedia romántica lamentable. Los chicos compran provisiones y vuelven a sus hogares hechos carbón, y encienden una lucecilla en el salón que quizás yo vea desde mi casa, pero desde luego no puedo comprobarlo y tampoco me importa.
Sólo me importa el misterio. Las cosas escurridizas y hermosas. No tener que aprovecharlo todo, no hacerlo todo baboso, glaseado ni pornográfico.
Ligar en el Mercadona robóticamente es una gansada, porque no hay nada sexy en saber que alguien no sólo está disponible, sino que está deseoso de que le suceda algo. ¡Cualquier cosa! Tú no eres importante en esta ecuación erótica: ese alguien tiene ganas de irse un poco con cualquiera. Tiene ganas de ser observado, de ser validado. Tú le encajas como recipiente para volcarse a sí mismo y mirarse desde otro lado.
Son siglos de no entender nada, son siglos de chocar contra nosotros mismos, torpe, núbilmente. En la incertidumbre está la gloria, pero estos feligreses del Mercadona quieren cortejo sin riesgo y juego sin dolor. Catetos.
No quiero comerme nada humano que haya sido envasado por un tal Roig.
Al final la gente es tan doméstica y meliflua como parece, barata románticamente y casi siempre imbesable. Lo único divertido del erotismo es ir a donde no te están buscando. A donde nadie te espera. Incluso a donde alguien se te resiste. Lo otro es amor, es matrimonio, es aburrimiento, o es algo aún peor: sexo oral con un idiota con el que has quedado a las 23:00 para sentir que aún te ocurre algo.