Éramos ingenuos y no lo sabíamos. Se nos había olvidado que la democracia es el sistema que permite el cambio de gobierno sin derramamiento de sangre, y que lo decíamos porque lo normal es que suceda todo lo contrario. En la historia escrita lo estadísticamente frecuente es que el que manda deje de hacerlo porque muere, o porque le matan. Pero eso de cerrar la puerta por fuera es algo muy raro.

Y en esa rareza vivíamos, dando por normal lo que era precioso, y descuidando el fruto maduro de un proceso civilizatorio extremadamente refinado.

Creíamos que no podía ser de otra manera lo que, en realidad, siempre había sido lo contrario. Pensábamos que era normal no matar a candidatos políticos, no insultar al adversario, no robar, prevaricar o malversar.

Simpatizantes de Donald Trump cerca de su residencia en Mar-a-Lago, en West Palm Beach, Florida.

Simpatizantes de Donald Trump cerca de su residencia en Mar-a-Lago, en West Palm Beach, Florida. EFE

Y así, en una ingenuidad que sólo se explica desde la ingratitud y el resentimiento, aceptamos lo de siempre: que todo vale con tal de que ganen los nuestros.

Porque la política es así, ya sabes, que no te has enterado. Que se trata de colocar un mensaje a cualquier precio, de decir que los haitianos comen gatos, los hombres son violadores y los magrebíes son ladrones. Porque es lo que funciona, ya lo sabes.

Y así, de olvido en olvido, de zasca en zasca, y a base de tuitazos, los que venían a enseñarnos que las formas y la cortesía no tenían nada que ver con la nueva política, sin quererlo acaban dando por normal que a un candidato le arranquen la oreja de un disparo.

Oye, que es que la política es eso, es lo que tiene.

Unos "porque se lo merece" y otros porque "lo devolveremos" asumen un atentado injustificable como parte del juego, y no comprenden que el juego consistía exactamente en lo contrario: en hacer como que nos matábamos, pero sin hacerlo. En convertir cada elección en un simulacro de victoria sin aniquilar al adversario.

Ese es el juego democrático, la gran ficción que algunas sociedades civilizadas aceptamos para convertir en norma la excepción. Para no matarnos en cada proceso electoral, y para cambiar gobiernos sin derramar la sangre.

Pero lo frecuente vuelve una y otra vez para recordarnos que la pendiente acaba siempre con un golpe contra la misma farola. En España podemos recordar que a Antonio Maura le dispararon dos veces, que a Dato lo asesinaron, que a Calvo Sotelo lo "pasearon" y que Carrero Blanco murió en un atentado.

En Estados Unidos la lista es larga. Al menos trece presidentes han sufrido atentados. Los más conocidos son los de Lincoln, Theodor y Franklin Roosevelt, Truman, Kennedy, Ford, Reagan, Clinton, Bush y ahora Trump.

Aunque no es normal, de hecho, es bastante frecuente.

No es normal, porque la norma es la democracia. Pero si nos acostumbramos a saltarnos las normas, volvemos a lo frecuente, a lo de toda la vida. A esa otra ley que es la de la jungla.

Se nos ha llenado la boca diciendo que la defensa de las instituciones es de ingenuos. A eso lo llaman realismo (realpolitik). Y dirán también de forma realista que disparar a Trump es normal, parte del juego.

Pero eso no es realismo. Es puro cinismo.

Realismo es recordar que lo frecuente es que nos comportemos como animales, y que las instituciones son el bozal que se le pone al perro potencialmente peligroso.

Cuando nos las saltamos porque son ineficientes y anticuadas, y porque no nos dejan hacer lo que nos viene en gana, estamos sacando de paseo a un pitbull por un parque infantil.

Veremos si la democracia estadounidense es capaz de resistir a los profetas del realismo como ha hecho tantas otras veces, o si sucumbe a la nueva-vieja política del mensaje y el matonismo. No está todo dicho.