La verdad es que Lluís Gros parece un tipo majísimo. Aún más: entrañable. Tiene mucha comedia. Da mucho juego. Es cantarín, teatral, luce inocentón y gasta encantadores ademanes de folclórica cuando se enfada. Se hace el ofendido con cualquier cosilla. Hiperventila, performa. Modula la voz, arquea las cejas. Es gracioso. Un personaje total, un hombre particular, sumamente narrativo.
Lleva unas gafillas que le dan el aire del viejo profesor culto y cercano que fue, del gran amigo de los niños que fue, del que pasaba con ellos los veranos en las colonias y los inviernos en el cine de su pueblo, El Masnou, que él regentaba.
Viste casi siempre una rebeca muy austera. Se está quedando calvo y para disimularlo se coloca una cortina de pelo interesadamente hacia un lado. Para tapar los huecos. Como los párrocos con los que se confiesa. Como Pepe Oneto.
Le gusta escucharse hablar a sí mismo. Le gusta sorprender a la grada. Conoció al youtuber y reportero Carles Tamayo cuando este era sólo un crío. El chaval quería ser director y frecuentaba apasionadamente los cines de La Calàndria. Repartía folletos para sacarse unas pelillas y rodaba sus propios cortometrajes, engolosinao. El adorable Lluís, acelerador de talentos, le permitía a Tamayo presentarlos en pantalla grande. Qué pasada. Detallazo. En otra ocasión, ya con dieciséis años, Tamayo le hizo una entrevista para el pequeño medio para el que trabajaba.
Hacía años que no se veían. Ahora Tamayo es uno de los comunicadores más exitosos de internet.
¿Y Lluís? Lluís está condenado a veintitrés años de prisión por abusos sexuales a menores, pero cuando Tamayo comenzó a rodar el documental Cómo cazar a un monstruo (recién estrenado en Prime), aún no había entrado en la cárcel, inexplicablemente.
El dato de su sentencia lo conocemos desde el principio como espectadores, pero la verdad es que uno no da crédito. Quizás piensas que vaya a haber un giro. ¿Sería inocente, al cabo? ¿Sería sólo un encubridor de otro malhechor? ¿Tendría algún tipo de problema mental?
Nada de esto, nada de esto. Lluís Gros, tan carismático, tan aparentemente inofensivo, es un violador de niños. Un pederasta impune durante décadas con puñados de víctimas a sus espaldas.
Mientras Tamayo le escuchaba e investigaba (el anciano aseguraba que era inocente y que quería lavar su imagen, por eso se dejaba grabar), encontró más damnificados que nunca habían denunciado, muertos en vida por la ley del silencio de la época.
Carles podía haber sido uno de esos críos. Estuvo bien cerca. Sus padres conocían de los rumores sobre Lluís, pero no les dieron importancia. "Son acusaciones muy graves. La gente habla mucho, la gente inventa". En el fondo, pusieron a su hijo en la boca del lobo, pero el destino tomó un giro, Carles estaba llamado a contarlo y a acabar siendo él quien entregase a su viejo conocido a la policía después de su fuga.
Yo nunca había visto nada parecido a lo que he visto en Cómo cazar a un monstruo. Sí sé que el error poético ha sido llamar "monstruo" a lo que naturalmente no es más que un hombre. Nada mitológico, nada excepcional, ninguna rara avis.
Nunca había visto los chistes, las confesiones, los bailecillos y las filias de un delincuente tan abominable registradas durante meses, casi a modo de diario visual.
Esto me ha parecido interesante. Conocerle en tantas situaciones, charlando de esto y de aquello (como la vez que conoció a Almodóvar en el estreno de su película La mala educación, que iba, además, sobre los abusos sexuales en el seno de la Iglesia; como llorando la muerte de su santa madre; como recitando sus pasajes favoritos de la Biblia) le humanizaba. ¡Y esto es bueno!
Porque lejos de justificarle ni de aflojar su maldad, nos ubica en el marco crudo y correcto. Son seres humanos corrientes los que ejecutan atrocidades como estas. Son indistinguibles del resto.
Tienen humor, y aparentan un corpus de valores, e incluso a veces inspiran ternura. No nos dan ninguna pista concluyente sobre su podredumbre moral. Toman caras amables. Tienen amigos y el respeto del barrio. Hacen, de hecho, algunas cosas buenas por la comunidad. Por eso son tan peligrosos, por eso es tan difícil pillarles.
Ahora bien. Alguna costurilla se le iba escapando al correr los meses de grabación. Cosas mínimas. Cosas que no convierten a nadie en un pederasta.
Por ejemplo, el colosal narcisismo de Lluís. Él sentía que merecía una película de su vida. Algo glorioso, algo épico, algo que cerrase el círculo de su amor al cine. Él adoró películas y ahora necesitaba protagonizarlas. Honrarse. Defenderse. Dejar constancia de su leyenda.
A ratos le perdía el pico o las ganas de epatar.
Teorizaba raro. Explicaba, desde su cristianismo feroz, que es un pecado más grave violar el sagrario que violar a una persona. Él era simbólico. Él entendía que ahí estaba el cuerpo de Dios, mucho más valioso que el nuestro, adónde va a ir a parar.
Acumulaba multas que nunca abría ni pagaba, conducía sin gafas, aparcaba donde quería. Era temerario. Ponía en riesgo a la gente y no le importaba.
Tenía pufos, hilvanaba tropelías. Traspasaba su dinero a la cuenta de un amigo para no tener nada a su nombre y poder efectuar su plan de fuga, recibía llamadas extrañas, hablaba con menores que había conocido por internet (a los que supuestamente ayudaba con sus exámenes) y adaptaba el lenguaje. Les trataba de "tío", decía sentirse joven, valoraba el físico de los chavales, les hacía bromas sexuales. Repugnante.
Pero todo esto es muy difícil de discernir, muy difícil de alicatar.
No bastará con estar alerta toda la vida.
Siempre será más complicado cazar al hombre que cazar al monstruo.
De momento, podemos empezar viendo este documental.