La participación de Pedro Sánchez en un evento junto a Lula da Silva este martes en Nueva York para departir sobre las fake news revela algo significativo: la fijación del presidente con el problema de la desinformación excede la circunstancia local de un contraataque a los medios en respuesta a las investigaciones que afectan a su entorno familiar.

Vemos cómo se va cuajando un nuevo discurso en el imaginario del progresismo internacional. Es la narrativa de una amenaza a la democracia por parte de las fuerzas extremistas, cuyo principal combustible sería la proliferación de bulos y mensajes incitadores de la violencia, y que se saldaría en último término con tentativas de tomar el poder por la fuerza.

La contaminación de las conversaciones nacionales por las dinámicas vitriólicas de las redes sociales ofrece una coartada ideológica perfecta para que el progresismo revista de legitimidad su cruzada contra el pluralismo.

El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, junto al presidente de Brasil, Luiz Inázio Lula da Silva, en un acto paralelo a la Asamblea General de la ONU, este martes en Nueva York.

El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, junto al presidente de Brasil, Luiz Inázio Lula da Silva, en un acto paralelo a la Asamblea General de la ONU, este martes en Nueva York. Efe

El verdadero motivo por el que la cuestión de la "desinformación" ha pasado a formar parte del vocabulario de la izquierda actual es porque para la mentalidad progresista, alineada con el inapelable curso de la Historia, no puede haber desacuerdo con los principios de su programa político que no sea fruto del engaño.

Es decir, para el progresismo, la disidencia sólo puede ser un error, una herejía política a combatir. Los postulados de sus adversarios no caen dentro del ámbito de lo decible (que, por otro lado, regula el progresismo), porque directamente niegan la evidencia de los avances sociales, que es tanto como afirmar que la tierra es plana.

Esos son los "enemigos de la democracia" a los que se ha referido Sánchez. Quienes "no reconocen los resultados electorales, niegan la ciencia o el cambio climático y cuestionan la participación de la mujer en la política y los asuntos económicos".

Lo que, traducido al román paladino, viene a ser:

1. Hacer oposición al Gobierno es negacionismo electoral.

2. Cuestionar los vaticinios de cataclismo ecológico es negacionismo climático.

3. Rechazar la dogmática feminista es negacionismo de la violencia de género.

4. Emplear una retórica contundente contra los atropellos de la tecnocracia socioliberal es violencia. Un discurso de odio que justifica ser intolerante con el intolerante.

Y así, con esta estrategia discursiva de fisonomía positivista, el progresismo va estrechando el margen de lo opinable y ampliando el de las verdades indiscutibles que cimentan el orden democrático.

El ideal gnóstico de una sociedad perfectamente desarrollada justifica extirpar cualquier obstáculo en el camino de la "democratización". De ahí que de un tiempo a esta parte la izquierda la haya tomado con la libertad de expresión que, como ha recordado Lula, "es un derecho, pero no es absoluto".

Así se justifica el cierre de X ordenado por el Tribunal Supremo de Brasil. Lo vemos también en Reino Unido y en otros países conducidos por los defensores de la democracia hacia el progreso: de lo que se trata es de intervenir los foros de discusión que escapan al control del Estado.

La condición para que no sea posible revertir el precioso patrimonio de "conquistas sociales" es que ni la versión oficial ni la memoria autorizada pueden tener fugas.