La crisis de la vivienda en España deja patente que seis años del gobierno más progresista de la historia no le han hecho la vida más fácil a nadie que no sea la élite nacionalista de este país.
La ministra de vivienda, Isabel Rodríguez, indicó hace un par de semanas que el Ejecutivo "condicionará la financiación" que destina a las comunidades autónomas para políticas de vivienda a que estas apliquen la ley.
"No puedo tratar por igual a aquel que está cumpliendo con la ley, que está haciendo esfuerzos y dando respuesta a sus conciudadanos, que a quien, por atacar al Gobierno, se muestra insumiso", se justificó la ministra. Ahora ha reculado, pero a medias: no sancionará al que no ejecute, pero premiará al que sí.
"Insumiso" es un adjetivo algo atrevido para calificar el rechazo que han mostrado algunas Comunidades Autónomas, si consideramos que las competencias de vivienda en este país son autonómicas. Algo podrán opinar al respecto, digo yo.
Lo que sí hace la ministra al amenazar con una política de castigo es revelar las verdaderas intenciones del Gobierno: aquí no se trata de explorar qué vías son las eficaces para solucionar la crisis de vivienda, sino de someter a las autonomías al programa ideológico del Ejecutivo central.
Un Ejecutivo que un día te defiende que Cataluña merece su propio concierto económico para legislar según sus diferencias, y al otro pretende imponer una política de absoluto centralismo que sanciona al que se atreve a desviarse.
El alquiler tensionado ha sido la última trinchera en la que tanto el Gobierno central como los autonómicos han querido ir a morir y a matar.
Y, mientras los políticos juegan a batallar por la vivienda, las únicas bajas que se producen de verdad ocurren entre la gente de a pie, que mira los precios con lupa en un Mercadona que les recuerda que el IVA ha subido en los productos básicos mientras recibe notificaciones de Idealista y Fotocasa de pisos en los que nunca vivirá.
Esa gente a la que el Gobierno que, insisto, lleva ya seis años gobernando, le dice que la culpa es de la falta de solidaridad de los propietarios y de los que conducen Lamborghini.
Mientras tanto, ¿dónde está toda la vivienda pública que prometieron construir?
Tampoco el discurso ultraliberal hace mucho por estas personas, a las que, a veces, tiende a despreciar y a decirles que su problema es que quieren vivir en el paseo de la Castellana de Madrid.
Tensionado no está el alquiler. Tensionada está la gente. Y lo que es un milagro no es la economía del cohete sanchista, sino que esto no haya provocado (todavía) un auténtico estallido social.
Quizá se deba a que las principales perjudicadas son las familias, y uno no puede salir a las calles a exigir justicia social cuando estás ocupándote del envejecimiento de tus padres, la siguiente comida de tus hijos y en cómo vas a pagar la subida del alquiler.
Quizá se deba a que la solidaridad a la que apela la ministra se encuentra de verdad en la familia, la auténtica red de protección de esta sociedad que cobija a los que no encuentran su lugar en la jungla inmobiliaria. En esos hijos que no se van de casa de los padres, pero también en esos padres, ya abuelos, que se van a vivir con sus hijos.
Un país en el que a un joven se le niega sistemáticamente la oportunidad de desplegar una vida adulta plena (sí, eso pasa por poder acceder a una vivienda digna), es un país ingrato.
Cuando se dice que la crisis de la vivienda es un problema, se dice porque hablamos de cuestiones que afectan al núcleo de la dignidad humana: su capacidad de arraigo, la posibilidad de mantener una familia, la facultad de ejercer una verdadera libertad y autonomía.
Sacar adelante a toda una generación a la luz de esta crisis de vivienda es hacerlo con toda una generación de jóvenes mutilados en sus oportunidades, frustrados y deslomados por trabajos a los que, día a día, ven menos sentido porque no están al servicio de su proyecto vital.
Y de todo esto son responsables todos aquellos que decidieron convertir una cuestión de dignidad básica en una zanja más de las guerrillas políticas.