"Mortal, decisiva y sorpresiva". Así será, según el ministro de defensa israelí, Yoav Gallant, la represalia contra Irán por su ataque del 1 de octubre. Y las llamadas, reuniones bilaterales y declaraciones de estos últimos días apuntan a que esa respuesta es inminente y que, a diferencia de la del pasado abril, será contundente. A partir de ahí todo son incertidumbres y posibles riesgos de escalada regional e impacto global.

Pese a la incomprensión y presiones de socios y aliados, desde la perspectiva israelí la respuesta al ataque iraní resulta inevitable e imprescindible. En un contexto moldeado por los ataques directos que han dejado obsoletas las tradicionales líneas rojas de ambos, Israel está tratando de restaurar su capacidad de disuasión frente a Irán, su principal adversario regional, y su constelación de fuerzas interpuestas del denominado eje de la resistencia del Líbano a Iraq pasando por Yemen.

En esta confrontación con Irán y sus proxies, Israel ha perdido, o como mínimo visto seriamente erosionado, su dominio de la escalada. Es decir, su capacidad para controlar y dictar los ritmos e intensidad de cualquier confrontación. Dominio construido históricamente sobre el convencimiento de sus adversarios de que Israel disponía de capacidades militares superiores -incluida la nuclear- y de la voluntad inquebrantable para prevalecer en cualquier conflicto. Y desde la óptica israelí esa pérdida resulta inaceptable por cuanto es la garantía última de la supervivencia del Estado judío.

Así, el brutal ataque de Hamás del 7 de octubre no sólo provocó un trauma emocional en la sociedad israelí, sino también un cataclismo estratégico. Todo falló: desde la inteligencia hasta la respuesta de las fuerzas de defensa israelíes ante una incursión masiva por múltiples puntos de una frontera altamente tecnificada.

Y también fracasó la estrategia de palo y zanahoria en Gaza concebida años antes para desincentivar la apuesta de Hamás por el conflicto. Pero, muy al contrario, Hamás la aprovechó perversa, pero muy astutamente, para asestar un golpe aún más devastador e inesperado para los israelíes.

El ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, junto al primer ministro, Benjamin Netanyahu, el año pasado.

El ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, junto al primer ministro, Benjamin Netanyahu, el año pasado. Reuters

Así, el gran triunfo de Yahya Sinwar aquel día fue, precisamente, quebrar la sensación de seguridad y confianza en sus capacidades que los israelíes habían disfrutado los últimos lustros. Si todo había fallado en su frontera sur, ¿podía confiar Israel, por ejemplo, en que no se equivocaba también en el norte donde afrontaba a un adversario, Hezbolá, que consideraba mucho más temible que Hamás?

De ahí la determinación del Gobierno israelí por erradicar esa (o cualquier) amenaza militar en sus fronteras inmediatas. Y más aún, si Teherán emplea a Hezbolá como elemento de disuasión frente a un posible ataque directo contra territorio iraní, dada la capacidad del grupo libanés de amenazar permanentemente (con su arsenal de drones, cohetes y misiles) todo el norte de Israel, como ha venido demostrando de forma diaria desde el mismo día posterior al ataque del 7-O, y razón por la que alrededor de sesenta mil israelíes siguen desplazados de sus hogares.

La intensidad y objetivos de esta campaña de Hezbolá parecen particularmente mal concebidos. Insuficiente como para constituir un segundo frente que dificultara la intervención en Gaza, pero más que suficiente como para impulsar una futura represalia israelí severa.

Así que sólo era cuestión de tiempo que Israel reorientara su foco de Gaza al sur del Líbano. Y lo ha hecho, empezando con una serie de golpes espectaculares con los que ha diezmado casi por completo la cúpula y cuadro de mandos de Hezbolá, incluyendo a su histórico líder, Hasán Nasralá, combinados con una campaña de bombardeos con los que, aparentemente, ha neutralizado buena parte del arsenal y lanzaderas de la milicia libanesa.

Con la incursión terrestre, Israel, probablemente, tratará como mínimo de empujar a los remanentes de Hezbolá al norte del río Litani con vistas a crear un colchón de seguridad más amplio que dificulte los ataques sobre poblaciones civiles del norte de Israel y neutralice su valor como permanente espada de Damocles en manos de Irán.

Ahora bien, planes israelíes similares en el pasado se saldaron con rotundos fracasos. Previsiblemente, en la lucha cuerpo a cuerpo, Hezbolá presentará una resistencia tenaz. Y a diferencia de lo sucedido con Hamás, Irán no parece dispuesto a dejar caer al grupo libanés que puede, además, ser reabastecido por vía terrestre a través de Siria (e Irak).

Hezbolá es la joya de la corona en el entramado de proyección de poder iraní por todo Oriente Medio y más allá. Conviene no perder de vista que Hezbolá es también un instrumento clave de proyección de la influencia e intereses iraníes en África y América Latina que permite a Teherán sortear sanciones internacionales y obtener abundantes recursos con todo tipo de actividades ilícitas.

Irán, por tanto, no dejará caer a Hezbolá sin presentar batalla. Pero tampoco quiere arriesgarse a una guerra abierta con Israel que, con toda probabilidad, acarrearía la intervención de EEUU. Ese escenario supondría un grave riesgo para la supervivencia del régimen de los ayatolás. Y la supervivencia del régimen es el gran objetivo de Teherán.

Ahora bien, resulta sorprendente lo mal que ha comprendido Irán el profundo impacto y éxito (en su lógica terrorista) del ataque de Hamás el 7-O.

Así, Irán ha recurrido a una suerte de guerra de desgaste o atrición asimétrica de baja intensidad y larga duración como muestra de solidaridad del "eje de la resistencia". Es decir, someter a Israel a un estrés permanente que agote sus reservas económicas, políticas y diplomáticas por medio de proxies (Hamás, Hezbolá, Hutíes o diversas milicias en Irak o Siria).

Esto podía resultar óptimo en el Oriente Medio de ayer, pero después del 7-O resulta obsoleto si lo que se busca es que Israel mantenga su paradigma de "segar la hierba", pero no "arrancar las raíces".

Ese ha sido el enfoque tradicional prevalente durante décadas de un Israel que apostaba por guerras cortas y decisivas, pero asumiendo que nunca sería capaz de derrotar por completo a sus enemigos. Sencillamente, el tamaño de su población y economía, junto con su falta de profundidad estratégica (dadas sus características geográficas) desaconsejaban apostar por guerras largas de desarrollo incierto y que pudieran agotar sus recursos y, en consecuencia, amenazar su propia supervivencia.

Ese paradigma está seriamente cuestionado ahora. También el de mantener la ambigüedad sobre su arsenal nuclear. Así, crecen las voces que apuestan por revelar selectivamente parte de su capacidad nuclear con vistas a que actúe (¿de nuevo?) como garantía de disuasión ex ante y no de represalia ex post.

Los ataques directos de Irán en abril y ahora en octubre no hacen sino agitar esos debates y reforzar la convicción de quiénes apuestan por una estrategia más audaz y ambiciosa, pero también más arriesgada.

En abril, como respuesta al ataque israelí previo contra su consulado en Damasco, la República Islámica de Irán atacó Israel por vez primera de forma directa. El ataque iraní fue telegrafiado y parte de los medios empleados (drones que tardaron horas en alcanzar territorio israelí) facilitaron la práctica interceptación completa de todos los proyectiles. Sin embargo, el mensaje era claro: Irán estaba dispuesta a golpear directamente arriesgándose a un enfrentamiento abierto.

Israel, empero y como resultado de las presiones de EEUU, optó por una respuesta limitada, pero con un mensaje claro: podía golpear una instalación militar en Isfahán, en el centro de Irán, protegida por baterías antiaéreas S300 de fabricación rusa y, en consecuencia, cualquier objetivo (incluido la red de instalaciones nucleares) eran potencialmente vulnerables ante un ataque israelí. La pregunta era ¿disuadiría eso a Irán de lanzar futuros ataques directos?

Esa duda quedó despejada el 1 de octubre cuando Irán, como represalia por el descabezamiento de Hezbolá, atacó de nuevo Israel. Esta vez, sin advertencia previa (lo que puso, por cierto, en grave riesgo al denso tráfico aéreo civil que conecta Europa con Asia a través de la península Arábiga) y optando exclusivamente por 180 misiles balísticos, algunos de ellos hipersónicos. Con lo que el tiempo de reacción pasaba de diez horas a diez minutos (aunque cabe añadir que durante su fase de calentamiento el misil ya es detectable por los sensores israelíes).

De nuevo, la mayor parte fueron interceptados, pero no todos. Y un ataque como el de abril, combinado con éste, podría, con toda probabilidad, saturar las tres capas de defensa antiaérea israelí. Y garantizar así que algunos misiles golpearan objetivos civiles y militares.

La gran pregunta es: ¿y si alguno de esos misiles que consiguieran superar las defensas israelíes fueran armados con cabezas nucleares?

Esa es el principal argumento de quienes en Israel cuestionan la validez del tradicional paradigma de seguridad antes referido. Con las líneas rojas superadas y su capacidad de disuasión quebrada, ¿puede permitirse Israel el riesgo de un Irán nuclear?

De acuerdo con las estimaciones de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, la aceleración del programa nuclear iraní en los últimos cinco años, supone que Teherán podría disponer del suficiente uranio enriquecido como para fabricar dos bombas nucleares en cuestión de semanas o incluso días.

Manifestantes en Teherán protestan contra Israel.

Manifestantes en Teherán protestan contra Israel. Reuters

Y aquí entra en juego la variable rusa, poco considerada estas semanas, pero fundamental.

El último año de guerra ha puesto de manifiesto las limitaciones de la postura estratégica de Rusia en Oriente Medio. Ha pasado de actor militar y diplomático prominente a desaparecido. Absorbido por sus dificultades en Ucrania y temeroso de perder todo lo conseguido desde el inicio de su intervención en la guerra de Siria a finales de septiembre de 2015.

Siria, joya de la corona de este despliegue, es la pieza potencialmente en mayor riesgo. Israel ha sido clara y contundente con Bashar Al Asad: cualquier intervención pondrá en riesgo la supervivencia del régimen. Y ese mismo mensaje fue transmitido al Kremlin hace semanas.

Sin embargo, el llamado deconfliction mechanism, es decir, una línea caliente que permite una interlocución directa entre los altos mandos militares de Moscú y Tel Aviv está inactivo, con lo que el riesgo de choque es mucho mayor.

El pasado 3 de octubre, es decir, apenas dos días después del ataque iraní, Israel bombardeó un depósito de armas de Hezbolá en la costera ciudad siria de Jableh, muy próxima a la base aérea rusa de Hmeimim. Según algunas fuentes, las defensas rusas derribaron alguno misiles de crucero israelíes.

La relación entre Irán y Rusia se ha estrechado durante el último año hasta niveles inéditos. La asistencia iraní resulta esencial para sostener el esfuerzo bélico en Ucrania y eso supone que Rusia esté comprometida con la seguridad e intereses de Irán como nunca antes.

De momento, desde el 7-O (atentado que el Kremlin no ha condenado), Rusia ha sacrificado por completo su relación con Israel. Desde el mismo momento del atentado, la maquinaria de agitación y propaganda rusa se posicionó del lado de Hamás con vistas a recabar apoyos en el (mal) denominado Sur Global. Y veinte días después del 7-O, la diplomacia rusa no tuvo reparos en recibir con honores en Moscú al líder de Hamás, Mousa Abu Marzouk, junto con el viceministro de exteriores de Irán.

Con Corea del Norte, el otro sostén fundamental de la invasión rusa de Ucrania, Rusia ha alcanzado un (también inédito) pacto de defensa mutua que, además, ha agudizado los temores de que Moscú esté asistiendo a Pyongyang en mejorar su capacidad nuclear y sus vectores de entrega.

Sin duda, ese pacto pesa en los cálculos de Tel Aviv sobre los riesgos que entraña el alineamiento estratégico de Moscú y Teherán y su evolución en los próximos meses. Sin duda, los recelos israelíes se habrán agudizado con el cordial encuentro de Putin con el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, el pasado viernes en Turkmenistán.

Uno de los principales contratiempos para Israel es la falta de sintonía con la Administración Biden que, al contrario que Tel Aviv, apuesta por una desescalada que evite una conflagración regional con peligrosas derivadas globales.

Desde la óptica de Washington, los planes israelíes no resultan convincentes y acarrean serios riesgos. No le resultan convincentes por cuanto no están claros los objetivos que se persigue.

Hasta la fecha, Israel no ha sido capaz de elaborar un plan para Gaza para cuando concluyan las hostilidades. ¿Quién gobernará la Franja y cómo? Y sin ese plan (incluyendo Cisjordania) no será posible contar con el apoyo de los países árabes como Arabia Saudí, Emiratos o Jordania interesados en la paz y la estabilidad regional.

De igual forma, la posibilidad de un desmoronamiento del régimen en Irán (como ha sugerido explícitamente el primer ministro israelí, Netanyahu) propiciado por una intervención armada israelí parece muy poco probable. Tampoco una transición pacífica en el Líbano que permita librarse del yugo de Hezbolá como resultado de la incursión israelí.

El presidente ruso, Vladimir Putin, y el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, se estrechan la mano en Turkmenistán.

El presidente ruso, Vladimir Putin, y el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, se estrechan la mano en Turkmenistán. Alexander Shcherbak Europa Press

No obstante, según se ha reportado en los últimos días, Washington finalmente ha dado luz verde a la respuesta israelí, aunque no ha trascendido sobre qué objetivos. Irán ya ha explicitado que un ataque sobre sus instalaciones nucleares entrañaría un probable cambio de postura oficial y Teherán apostaría abiertamente por la adquisición de armas nucleares (y ahí es donde juegan las variables rusa y norcoreana).

Declaraciones en este sentido alimentan, a su vez, el incentivo israelí por un ataque devastador contra el programa nuclear iraní, a pesar de los riesgos que entrañaría y del aparente rechazo de EEUU que es quien debe proporcionar las municiones capaces de perforar a la profundidad necesaria y de proveer los medios de reabastecimiento en vuelo requeridos para golpear en el interior de Irán.

Irán también ha sugerido que un ataque contra su sector petrolífero acarrearía represalias sobre los campos saudíes (en línea con su ataque con drones de septiembre de 2019). Sugerencia que agudiza los temores de EEUU, el G7 o la UE a una escalada con un previsible impacto económico inmenso. Y, en el caso de EEUU, probablemente también en las elecciones presidenciales de noviembre. Un pésimo escenario para Kamala Harris y probablemente no tanto para Donald Trump, quien ya ha explicitado su respaldo a un ataque sobre el programa nuclear iraní.

Así está el minuto y resultado del complejo, dinámico y potencialmente explosivo rompecabezas estratégico de Oriente Medio a la espera de la respuesta israelí en los próximos días, o quizás horas.