Fue tan esperanzadora la entrega de los reyes en Paiporta que no debería leerse en contraposición a la huida de Pedro Sánchez.

Fue tan verdadera su aguerrida empatía que no debería contaminarse con la mentira enfangada que envuelve a quienes debieron gestionar la crisis de otra manera: el Gobierno central y el autonómico.

Ojalá existiera la posibilidad de escribir el viaje de Felipe y Letizia a la zona cero de la tragedia como se merece. Pero resulta imposible.

El rey Felipe, durante su visita a Paiporta este domingo.

El rey Felipe, durante su visita a Paiporta este domingo. Efe

Pedro Sánchez brindó este domingo la peor frase y el peor gesto de su carrera política. "Si necesitan más recursos, que los pidan", dijo para justificar su inacción tras estallar la Dana, como si él fuera sólo presidente de la Moncloa, y no del trozo de territorio enterrado por la tormenta.

"Si necesitan más recursos, que los pidan", respondió con las cámaras grabando cuando miles de personas no podían, y quizá todavía no puedan, velar los cadáveres de los suyos. "Si necesitan más recursos, que los pidan", podrá escribirse como epitafio en la crónica que relate el final de su carrera política.

Después, dicho esto, cuando escuchó el alarido de la indignación envuelto en una ola de violencia, se metió en el coche y se marchó.

Carlos Mazón, presidente de la Generalitat valenciana, el otro gran responsable de la negligencia política que envuelve a la Dana, se quedó al lado del rey. Fue de justicia poética que las cámaras no lo captaran. Tuvo mayores arrestos morales que Sánchez, es cierto, pero su pelea institucional cuando sólo había que arrimar el hombro, lo hace partícipe de una de las mayores indignidades políticas desde la Transición.

Hubo ultraderechistas entre los agresores, es verdad; pero fueron una minoría. A estas alturas nadie cree en España que una conspiración nazi orquestara el recibimiento de Paiporta. Fueron muchos más los vecinos indignados que insultaron por igual a Sánchez, a Mazón y a los reyes.

De hecho, si se analizan las imágenes con detenimiento, los mismos objetos que se arrojaban a Sánchez se los arrojaban también a los reyes. La piedra que abrió la cabeza al escolta iba dirigida a la cabeza de la reina. También es cierto que Sánchez se montó en el coche por indicación de su equipo de seguridad, del mismo modo que los reyes quisieron resistir en contra de las indicaciones de su equipo de seguridad.

Lo normal era marcharse. Sánchez hizo lo normal. Quedarse resultó extraordinario. Por eso los reyes se revelaron como líderes extraordinarios.

Los únicos que no tenían capacidad ejecutiva ni responsabilidad fueron los únicos que se quedaron para intentar transmitir a esos ciudadanos que el Estado estaba ahí, que no se había olvidado de ellos. Hay un gesto clave que hace Felipe VI antes de montarse en el coche: junta las palmas de las manos pidiendo perdón. Pedimos perdón por haber llegado tarde, pero estamos aquí.

Son muchos los que dicen que los reyes no debieron ir a Paiporta, que no procedía, que no era el momento. Pero ¿cómo no va a ir el jefe del Estado al lugar donde se ha producido un desastre natural sin precedentes? ¿Cómo no van a sentirse abandonados si, quienes no reciben ayudas, tampoco reciben aliento?

Resulta paradójico. La monarquía es, en abstracto, la institución más difícil de defender de entre todas las que conforman nuestro sistema. Un accidente sexual los ha puesto ahí, es una cuestión de sangre, una institución medieval. Y, sin embargo, los reyes fueron los que mejor exhibieron el respeto a la democracia. Los reyes actuaron como dique de contención frente a una crisis del sistema que deja heridas irreparables.

Los reyes representando con inapelable claridad el tridente que inauguró la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Los reyes, manchados de barro. Los políticos, sólo manchados por su gestión.

Los gabinetes del PSOE y del Partido Popular trabajan estos días contra reloj para armar un artefacto propagandístico que convenza a la población de que la culpa fue del otro. La única verdad insoslayable es que tanto Sánchez como Mazón tuvieron posibilidades legales para actuar con mayor celeridad y no lo hicieron.

Sin embargo, la responsabilidad no puede repartirse a partes iguales. En el desempeño de estos dos hombres anidan razones suficientes para la dimisión, pero Sánchez es el presidente del Gobierno de la nación. Sánchez es el jefe de Mazón. Sánchez es el presidente de Mazón. Sánchez debió declarar el estado de alarma, la emergencia nacional, ante la parálisis primera, e inexplicable, de Mazón.

Lo ocurrido sólo puede contarse de una manera. Entender el Estado autonómico como un reino de 17 taifas ha hecho creer a unos y a otros que la nación no existe, que el Estado no existe, que los políticos que lo dirigen no reman en la misma dirección ni siquiera cuando las aceras se inundan de muertos.

No hablo de una recentralización, no es eso. Simplemente, el Estado Autonómico, a la vista está, sólo puede funcionar cuando los políticos que lo representan creen en la nación y se dejan la piel para defender la dignidad de las instituciones... estén o no bajo su mando.

Tampoco quiero alentar la antipolítica, el odio a los políticos y al sistema. Tampoco es eso. Necesitamos políticos, necesitamos partidos que nos representen. Pero necesitamos un recambio generacional urgente. Necesitamos expulsar a un grupo de personas que no sienten el más mínimo respeto por el Estado.

El PSOE dejó de creer en el Estado con la llegada de Sánchez. No porque Sánchez no crea en España, sino por una necesidad electoral. El PP, para sorpresa de sus votantes, también ha dejado de creer en la nación porque, por mucho que se den golpes de pecho diciendo que la defienden, han actuado con esa misma lógica de las taifas. "Si necesitan más recursos, que los pidan", dijo Sánchez. "No pido más recursos para no fortalecer a Sánchez", dijo con su obra Mazón.

Y en medio de todo eso, los reyes. Echándose en brazos de los ciudadanos que los insultaban, arriesgando su integridad física a pocos centímetros de los ultras, mostrando el equilibrio justo entre la compasión y la firmeza, ofreciendo sin presuntuosidad esa humanidad que los políticos proclaman para sí y que se suele echar en falta tradicionalmente en los monarcas.

Las frases de Felipe y Letizia a los ciudadanos desesperados son todo un catálogo en defensa de la dignidad institucional de un sistema que el bipartidismo ha hecho naufragar esta semana. "Esto es una democracia", le dice el rey a una multitud que exige la marcha del Gobierno. Felipe VI defendiendo la dignidad del Gobierno que el propio Gobierno se ha encargado de socavar.

He hablado en plural a lo largo del texto, "reyes", porque la conducta de Letizia en Paiporta muestra una realidad a los monárquicos integristas y a los republicanos que la llaman traidora: Letizia Ortiz llevó a Zarzuela lo mejor del pueblo y aprendió lo mejor de un jefe del Estado.

Somos muchos en España los republicanos de corazón y monárquicos de cabeza. Es decir: los que preferimos una república como sistema al considerarla en abstracto más democrática, pero que acabamos apoyando la monarquía por miedo a los políticos que podrían traer la república.

Ayer, creo, fuimos muchos los que invertimos ese binomio y nos declaramos, por un instante, monárquicos de corazón siendo republicanos por principio.

Termino con otra paradoja. Hoy, cuando el sistema que nos dimos en 1978 ha mostrado sus agujeros, se culmina realmente la Transición. Al fin tenemos un rey que encarna fielmente la división de poderes y el Estado de derecho. También una reina, aunque ya desde hace cuarenta años teníamos otra reina que lo hacía.

El pueblo y los reyes salvan al pueblo. El PP y el PSOE lo han condenado al fango.