Me recomendaba el otro día un dirigente de la UCD un libro titulado Crítica de la razón cínica, de Peter Sloterdijk, que para mí era el delantero de Croacia en el Mundial de Corea, pero que es un filósofo alemán que ronda los ochenta. Un filósofo alemán con edad UCD.
Le eché un vistazo. Con las recomendaciones de mis viejos amigos de la UCD hago como con las del médico. Procuro hacer caso porque sé que son buenas para la salud. Además, los supervivientes de la UCD tienen algo que no tienen los médicos ni los políticos de hoy. Uno acaba de buen humor tras el proceso de intoxicación.
Todos los políticos intoxican, ¡también los últimos románticos del centro!, pero ¿qué es mejor? ¿Intoxicarse de Transición o de resentimiento? El libro del tal Sloterdijk acuña una expresión: "La peste del resentimiento".
Con ese sintagma suelen definir los ministros de Suárez y de Calvo-Sotelo la política de hoy. Sobre todo la de estos días, la desplegada alrededor de la Dana. Ante un argumento así, los soldados de las trincheras (políticos y tertulianos alineados) suelen responder diciendo: "¡Eso es equidistancia! ¡No todos los políticos son iguales!".
Claro que no lo son. El problema es que, a lomos de la tragedia, la línea que separa equidistancia de ecuanimidad adelgaza por repentina liposucción. El equidistante siempre está a medio camino entre la derecha y la izquierda, pase lo que pase. El ecuánime se sitúa más cerca de la derecha o de la izquierda en función de las circunstancias.
No es que haya estado estudiando filosofía. Eso también me lo explicaron (¡y gratis!) mis viejos amigos de la UCD.
Si usted echa un vistazo al Congreso en particular y a los medios en general, encontrará apreciaciones y portadas dedicadas a denostar la gestión del Gobierno autonómico o del Gobierno central, pero casi nunca las dos juntas.
El problema comienza en el momento en que, como por inercia, se intenta discernir las responsabilidades en comparación con el de enfrente. Ahí se jode el Perú.
Carlos Mazón ha cometido gravísimos errores en su gestión de la Dana. El primero, de índole moral. Ha reescrito su versión de los hechos tropecientas veces. No estaba donde tenía que estar cuando su tierra se ahogaba en el fango. No pidió perdón como debía en su comparecencia y, de momento, su remodelación del Ejecutivo ha resultado inane. Mandó tarde la alerta a los móviles y lo peor de todo: no pidió la declaración de la emergencia nacional cuando se dio cuenta de que no tenía recursos ni capacidad para abordar la catástrofe.
¿Por qué no hacer ese análisis en solitario, sin tener la vista puesta en la Moncloa?
Hagamos ahora lo mismo al revés. Fijémonos en Teresa Ribera, vicepresidenta y ministra de Transición Ecológica aunque no se le note. Desde que supo que sería nombrada en la Comisión Europea, ha desaparecido de España.
Marchó a Bruselas al mismo tiempo que pedía "máxima cautela" a los ciudadanos. La Confederación Hidrográfica del Júcar (a su cargo) ha reconocido por escrito a distintos medios informativos que, en los momentos clave, puso equivocadamente el punto de mira en la presa de Forata (no se acabaría derrumbando) y no en el barranco del Poyo (epicentro de la muerte).
¿No son estas suficientes razones para asumir responsabilidades?
El otro día, también en conversación con algunos de estos viejos amigos, me preguntaba si los políticos de hoy son más incompetentes que los de la Transición. Creo que no. Los hay más competentes y menos competentes. Lo que sí tengo claro es que son más sectarios.
Ese subconsciente sectario fue la clave de que la catástrofe se desbordara en sí misma. Cuando el padre Feijóo, tal y como publicó este diario, llamó a Mazón para pedirle que solicitara a Sánchez la declaración de la emergencia nacional, el presidente valenciano se negó. Y cuando Sánchez vio la parálisis de Mazón, no quiso decretar por sí mismo esa emergencia nacional tal y como le permitía la ley.
Damos por hecho desde hace tiempo que existe una gran distancia entre esta generación de políticos y sus votantes. Empiezo a pensar que esa misma distancia se replica entre esos votantes y los medios de comunicación.
El debate es asfixiante, pero cuando el oxígeno se extravía y la soga aprieta el cuello, siempre hay un ministro de la UCD para abrirte la puerta y servirte el té en una taza de porcelana: "Cuéntame, hijo mío, qué te pasa".