Alauda Ruiz de Azúa es un cráneo privilegiado, una profesional de la elipsis y la sutileza. Ella nos recuerda que la función más digna y misteriosa del arte es hacer visible lo invisible. Su trabajo nos vuelve inteligentes y sofisticados sentimentalmente. Su cine nos aleja de la bestia.
No sé si nos la merecemos. No sé si estamos preparados para ella.
Ya lo demostró con Cinco lobitos, un poema fílmico sobre las relaciones maternofiliales y sobre el silencio de los hombres (para mí fue, de largo, la mejor película española de 2022 y sobre ella escribí aquí) y ahora ha ido aún más lejos con Querer, una sobria y breve pero monumental serie que puede verse en Movistar y que arranca con la denuncia de una mujer a su esposo.
Ella le acusa de haber estado 30 años obligándola a tener sexo con él, es decir, violándola, porque no contaba con su consentimiento ni con un elemento fundamental que a veces se nos olvida citar en estos casos: su deseo.
Nunca le puso una mano encima, pero vamos descubriendo en lento goteo (y sin ningún flashback; todo se deposita en nuestra observación, nuestra intuición y en nuestra fe) cómo la va aislando y quebrándole la vida. Cómo la va aterrorizando hasta el punto de conseguir que no sólo no grite, sino que no emita ningún sonido.
Hay un silencio como de tambor sordo. Un silencio tribal de supervivencia.
Él la manipula para que deje de trabajar y así se convierte en el único proveedor económico familiar, le dosifica el dinero hasta la asfixia y la avergüenza, la humilla sistemáticamente, niega su valía, la aleja de sus amigos y familia (le impide ir al funeral de su propia madre), la vuelve un satélite de sí mismo, la chantajea con el dolor de sus hijos para que no se vaya de casa, la aterra con violencias ambientales (la velocidad desmedida del coche para minarla o un vaso estrellado contra la pared) y establece un horario semanal para tener sexo.
Si tiene puntos por el parto, que sea anal, aunque se le desgarren. Y si no se cumplen sus demandas, buscará nuevas formas de vengarse. Parece un hombre muy imaginativo para la revancha psicológica.
Pensé en todas las mujeres de generaciones anteriores a la mía que vivieron como Miren, la protagonista, sin palizas pero sin paz, transitando el limbo del horror que no se ve y no se calcula, habitando el desprecio que no se mide porque no tiene el diámetro de un hematoma.
En fin, enterradas en vida, sibilinamente. Sin dignidad ninguna. Libres sólo, como decía Barral, para decidir lo que no importa: una marca de detergente o la similar. Esclavas glam de sus maridos a las que no se les permitía quejarse sin que alguien les contestara, airadamente: "pues bien que te mantiene", "son cosas de hombres, vienen muy cansados de trabajar, hay que comprenderles" o "y adónde vas tú sin él".
Ellos repitieron cansinamente una idea que les valió de respuesta para todo: "Yo sólo quiero lo mejor para los míos". Y se legitimó la mafia de los padres de familia.
Yo creo que esta serie honra a esas mujeres, a esos millones de mujeres, a esos infinitos cadáveres de mujeres a las que nadie mató un día, sino todos.
Yacen en sillones, flotantes, repartidos por casas de España, envejeciendo a velocidad de vértigo, prematuramente. Ojalá lleguen a verla y se identifiquen en las afrentas y se quiten uno a uno todos los clavos de su cruz. Aquí cuatro cosas que entendí viendo Querer [contiene espóilers]:
1. Eso se sabe
En uno de los primeros capítulos, el hijo mayor le afea a su madre que haya denunciado a su padre. "¿Le dijiste alguna vez que no querías tener sexo con él? ¿Te forzó?". "No", responde ella. "Entonces, ¿cómo iba a saberlo él?", reprende él.
Y ella contesta con la respuesta más sencilla y luminosa del mundo, una respuesta tatuable en todo lo que a erotismo se refiere, una respuesta que bien podrían analizar Errejón y otros tantos que hoy dudan sobre el consentimiento de las mujeres.
"Porque eso se sabe", contesta Miren.
Eso es muy cierto y suficiente, por mucho que de primeras resulte vaporoso o abstracto. Cualquier persona cabal y atenta sabe si quien tiene enfrente le desea o no. Cualquiera que tenga ojos en la cara es capaz de distinguirlo. El deseo se aprecia. El deseo deja rastro. El deseo lo salpica todo de voluntad.
Otra cosa distinta es que a muchos hombres les haya venido bien ampararse en la cosa difuminada del deseo, en su presunta incomprensión hacia él. "Yo no noté nada. Ella no dijo nada. Creí que quería". Ya.
Les ha venido bien que sea una cuestión imprecisa por una razón diáfana: nunca les importó un carajo si la mujer que tenían al lado les deseaba o no. Lo único que querían era imponer su propio deseo, machacar con él, hacer de él un arma de sumisión. Así, paradójicamente, su deseo hacia ellas se acrecentaba. Ese deseo (que es poder) bebe sólo de sí mismo.
En otro momento aún más invasivo, el hijo le dice a su madre que la escuchaba gemir desde la habitación de al lado. Ella le responde con algo terrorífico que a muchas mujeres les resultará familiar: no lo hacía porque disfrutase, sino sólo porque así él eyaculaba antes... y antes acabaría ese calvario.
Esto es un ensayo sobre la coacción. Y sobre la resistencia.
2. No vales una mierda (o sí)
Es curioso. Presuntamente, el maltratador (aquí Íñigo, interpretado por un soberbio Pedro Casablanc) desprecia a su esposa, a juzgar por cómo la trata. Pero en varias ocasiones de la serie le dice que la quiere o le manda ese recado por mediación de otros. Es algo cierto que la adora odiosamente. Veamos.
Hay una escena estelar, compleja y brillantísima, en la que Íñigo vuelve a ver a Miren después de todo, después del juicio y de la sentencia, y se muestra dispuesto a volver a estar con ella, a "perdonarla" (como él dice), a pesar de que sigue negando los hechos de los que ella le acusó. Existe un leve momento de humillación por parte de Íñigo. Le necesita. Se machacaría durante un instante a sí mismo con tal de volver a tenerla (con tal de volver a machacarla).
Pero cuando ella se resiste a ese reencuentro, el ánimo de él enseguida vira y comienza a asediarla, a amenazarla y a insultarla. "No vales una mierda", dice él. "Eso ya me lo has dicho antes", dice ella.
Me pregunto si sabrá él que nada de eso es cierto, o, aún mejor, me pregunto si sabe qué significaría de ser cierto. Si Miren vale una mierda, ¿qué vale él, dispuesto a tragarse su orgullo y todas las veces que la llamó "loca" con tal de volver a estar con ella?
El maltratador, inconscientemente y a pesar de su repugnante vehemencia, le concede un prestigio a la víctima en cuanto la necesita enfermizamente. La coloca, para siempre, por encima de él. Él es el débil.
-Has vuelto a fumar –dice él.
-He vuelto a hacer muchas cosas –contesta ella.
3. ¿Qué tipo de hombre eliges ser?
En mi opinión, la serie vira en el último capítulo, cuando sucede algo definitorio que hace que el hijo mayor de Miren e Íñigo (Aitor, interpretado por Miguel Bernardeau, que imita a su progenitor, que replica consciente o inconscientemente sus violencias subrepticias) entienda que su padre es culpable: en el colegio le avisan de que Íñigo ha amenazado a un compañero de clase de su hijo. A un niño de escasos años... por quitarle una cajita a su nieto.
Siempre reincidiendo en sus códigos mafiosos, siempre insistiendo en un lenguaje que vitupera a los vulnerables.
Eso hace que Aitor empiece a abrir los ojos. Le dice algo importante a su padre: "No quiero que avergüences a mi hijo por no usar la violencia". Aquí está la clave. Hay un momento en la vida de todo varón en el que debe decidir qué tipo de hombre quiere ser. Aquí Aitor asume que su padre no sólo le ha atravesado la vida a él y le ha convertido en una bestia elegante, en un sádico de buenos modales (aunque redento), sino que puede hacer lo mismo con su hijo, aún por moldear.
Tampoco quiere vivir en un mundo donde su hijo siempre tenga miedo de que él se enfade. Porque eso no tiene nada que ver con el respeto ni con la autoridad, sino con el temor.
4. La vida sigue, pero con siempre con miedo
Esa es mi lectura de la última y brevísima escena de la serie, que prefiero no revelar. Ya me dirán ustedes cuando la vean. Disfrútenla.