Dos acontecimientos recientes han contribuido a revalorizar la institución real en su sentido primigenio, a menudo ofuscado por el adocenamiento al que tiende naturalmente la monarquía bajo su configuración parlamentaria.
El primero fue la visita de los Reyes a Paiporta. Mientras los cargos políticos eran increpados y hasta agredidos por la turbamulta justamente encolerizada por el abandono de las Administraciones, Felipe VI y la reina Letizia pudieron aguantar el chaparrón de lodo y aplacar los ánimos de los damnificados. Hasta el punto de que acabaron abrazando y consolando a algunos de ellos.
El contraste con los representantes de las dos principales fuerzas políticas siendo objeto de la indignación comunitaria supuso una experiencia didáctica de primer orden. Se pudo constatar la razón de ser de una magistratura que, precisamente por ser ineligible, es capaz de suscitar adhesiones transversales entre el estamento popular que le están vedadas a los líderes significados por las banderías del faccionalismo partidista.
Paiporta también sirvió para recordar que el carácter personal de la institución real le inviste de una autoridad carismática que inspira lealtades genuinas y orgánicas. Y que su naturaleza familiar le confiere un potencial para mover al pueblo a una identificación emocional sin parangón entre la política electoral.
El segundo evento que ha marcado una cierta galvanización del elemento tradicional que acompaña a toda monarquía (incluso entre las más aggiornadas, como acostumbra a mostrarse la nuestra) es el díptico de retratos encargados por el Banco de España a Annie Leibovitz.
Es un síntoma elocuente que las fotografías de los Reyes hayan provocado no pocas muecas de contrariedad entre los fundamentalistas democráticos, que encajan mal cualquier expresión de realeza que desborde los funcionariales parámetros por los que están acotadas las Coronas contemporáneas.
Pero lo más relevante es la fascinación mayoritaria que han provocado las fotografías.
Es innegable que la suntuosidad de la escena, inmortalizada en la esplendorosa Sala Gasparini, impacta con mucha mayor hondura en los espíritus, y que transmite mucha más gravedad que los sobrios retratos anteriores de la Familia Real.
La elección del Palacio Real como escenario (con su ebanistería barroca y su marquetería fastuosa), es un acierto mayúsculo, frente a la anodina asepsia a la que nos han habituado las estancias del Palacio de la Zarzuela.
Que nos sigamos viendo sobrecogidos por la estética palaciega nos habla de que no ha quedado derogada del todo entre las gentes la susceptibilidad admirativa ante la majestad.
Y por eso es importante que los retratos de Leibovitz hayan conseguido plasmar el halo numinoso que siempre ha acompañado al monarca (y que enraíza con el origen sacro del poder regio), reflejado también por la penumbra que envuelve a Felipe VI. Reminiscencias de Velázquez, Goya y Tiziano que, al "recoger la tradición del retrato institucional español", realzan lo arcano de esta forma política.
Este énfasis simbólico en la continuidad dinástica se observa también en la incorporación en la fotografía de mobiliario y ornatos de los antepasados del Rey. Las galas vetustas del matrimonio real transmiten igualmente un fecundo anacronismo que sirve para comunicar la dignidad real.
Al matador Rafael Guerra se le atribuye la máxima "lo primero para ser torero es parecerlo". Y cabe decir lo mismo del rey, que, mediante el revestimiento de emblemas, atuendos y entornos augustos, queda transfigurado para transmitir una solemnidad acorde a su majestad.
La exornación desacomplejada de las imágenes de Leibovitz genera una cierta impresión de extrañamiento que reproduce muy bien la atmósfera mistérica en la que está consignada la realeza.
Por eso, las nuevas fotografías de Felipe VI y doña Letizia demuestran que, aunque resulte paradójico, la mejor forma de preservar los fundamentos afectivos de la monarquía no es aproximarla al pueblo, sino devolverla a una cierta distancia sugerente.