Quedaban minutos para que finalizase el encuentro. Fútbol en estado puro. El marcador estaba empatado, 2-2. Balón largo del portero, qué visión, qué intuición. Dios mío de mi vida. 'El Puchi' cogió la banda como un cohete. El estadio estaba tan lleno que hasta las paredes empujaban para meterse a ver el partido. Dispara y… ¡gol!
La profe Merche se enfadaba después. Otra vez volvía a clase con los pantis rotos y las rodillas ensangrentadas. Las demás niñas permanecían impolutas. Todavía resistían las trenzas y las coletas.
Yo le contaba a José Miguel, que por aquel entonces tenía una pierna escayolada y pasaba el recreo leyendo, que había dado el pase ganador desde la portería.
No fue hasta los 18, cuando uno de aquellos chavales de aquella clase, borracho y descamisado, me dijo lo buenísima que era al fútbol en un intento torpe de meterme mano por debajo de la falda.
A los cobardes les asusta que seas mejor. A los padres que no seas funcionario. Y a los chavales del patio que les canees de rabona en el recreo.
El colegio y la adolescencia son algo así como la selección natural de Darwin.
Depredadores y presas. O así lo recuerdo yo.
No obstante, hay presas astutas y afiladas que se convierten en astronautas después. Un terapeuta diagnosticaría algo así como "paciente presenta indicios de disociación, un mecanismo de defensa que implica una desconexión temporal de la conciencia, las emociones o la percepción del entorno".
Maruja Torres hablaba de la capacidad de desdoblarse. "Cuando algo está pasando, tienes que sobrevivir, y tú te vas a otra parte (…) eso es la literatura en realidad, ¿no? Ser otro (…) tienes que ser profesional".
El dolor es una cosa bestial y feroz, que decía Pavese, pero también natural como el aire. Por eso, el ser humano, busca una salida. Neil Harbisson, Moon Ribas, Manel de Aguas, Kai Landre. Unión entre cibernética y organismo. Todos cyborgs. No llevan tecnología encima, son tecnología.
Generación Cyborg, de Miguel Morillo, te lo cuenta.
El documental gira alrededor de Kai, un chaval encantador, algo tímido, fantasioso, músico. Un blanco fácil para un niño cobarde. En el colegio llevaba un escudo inquebrantable. Un escudo que era un libro. En él generaba su propia cosmovisión de la realidad, y entre estrellas y planetas, sobrevivía.
Cuando muere una estrella, Kai recibe una vibración en el cráneo.
A los 18 años, decidió diseñar un órgano cibernético para convertir los rayos cósmicos en notas musicales. Y es entonces cuando, desde su propia cabeza, convierte la muerte estelar en música.
De manera ilegal, claro. Si les da miedo un maricón, imagínate un cyborg.
Los límites del ser humano están establecidos como Adán y Eva nos lo pintaron en el Edén. Nada de antenas, ni aletas, ni chips, ni dispositivos cibernéticos. Como Dios te trajo al mundo. Así bajamos a los bares.
Siempre uno se distingue, uno recibe más miradas que los otros. Gafas muy grandes de pasta verdes, un tatuaje en la cara, un pelo rosa. Pero ¿qué pasa cuando se te sienta al lado un tío con una antena en la cabeza junto a otro con dos aletas implantadas a cada lado de las sienes? Coño, pues que miras. Miras mucho.
Entonces, es aquí donde empieza mi debate.
¿Hace la tecnología a los malos más perversos? ¿Qué pasaría si Donald Trump se implantase un autobronceador cada vez que la pigmentación de su piel se aclarase? ¿Si Putin tuviese un brazo-metralleta?
Y, sobre todo, ¿qué diría mi madre si mañana le dijese que me voy a abrir la frente para meterme un dispositivo electrónico?
[Seguro diría que estaría más guapa si me abriera la sien].
Pero lo cierto es que todo lo que sea enfadar a los padres, a los niños cobardes, a los dioses y a los santos, yo, lo quiero, me atrae, me interesa.
Si el hombre se puede mejorar y superar, por qué no dejar paso a una especie más preparada, menos limitada y quizá, en el mejor de los casos, más útil, más feliz, más noble.
Y, manda narices, más humana.