Los franceses son tan franceses que ni se molestan en disimular su decepción con Francia. La culpa siempre es de otros: de los impuestos, de la inflación, de la inmigración, de la huida de empresas…
Emmanuel Macron, con sus aciertos y errores, no ha conseguido frenar ese proceso, pero sí ha mantenido a Francia en la primera fila.
¿Cómo habría sido con Marine Le Pen de presidenta desde 2017? Nunca lo sabremos.
En 2017, Emmanuel Macron era el hombre del momento. Candidato independiente a la presidencia de la República, Macron hablaba de Europa con todo aquel con quien se reunía.
El brexit ya se había producido.
Donald Trump había ganado (por primera vez, quién nos iba a decir que habría una segunda).
El desmantelamiento de la Unión era ya un proyecto (anti)político viable.
Mientras el populismo nacionalista imponía su marco y los políticos europeos seguían atrapados en los viejos hábitos, Macron había aceptado el desafío.
Con ese perfil cosmopolita y cultivado que pone tan nerviosos a los populistas, Macron deslumbró y esperanzó a Europa. No se trataba de un político criado a los pechos del aparato de un partido. Carecía de hipotecas, disponía de una mirada amplia.
Poco después del brexit, dejó el gobierno y creó su propia plataforma, En Marcha, que logró un multitudinario apoyo, demostrando que había un discurso racional y emocionante para quienes deseaban un cambio no destructivo: el discurso de una Europa convertida en el mejor lugar del mundo para vivir.
Frente al bloqueo de los partidos tradicionales, incapaces de combatir a los populistas, y la exaltación de la vieja soberanía nacional compartida por los extremistas de izquierda y derecha, Macron recordaba que la única soberanía efectiva era la europea; abierta, inclusiva y tolerante.
Y que, con el voto nacional-populista en auge, no se podía dar a Europa por garantizada, sino que era el momento de defenderla.
Yo misma describí la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales de Francia en la primavera de 2017 como una extraordinaria alegría. La mayor (y una de las pocas) que nos había dado la política en los últimos años.
Tras ganar a la que parecía imparable Marine Le Pen, se convirtió, con 39 años, en el jefe de Estado más joven de la historia francesa desde Napoleón Bonaparte.
Siete años y medio después, Francia esperaba, con mohín de enfado y gesto de desesperación, que el presidente Macron se dirigiera de nuevo a la ciudadanía para explicar qué salida política tiene para el país.
Porque, apenas tres meses después de su controvertida designación, el efímero Michel Barnier ha sido destituido tras una moción de censura ahormada por la extrema izquierda y la extrema derecha. Inédita en seis décadas, desde Pompidou.
Mientras se debatía la censura, Macron estaba regresando de un viaje a Arabia Saudí. El país contenía la respiración. Completada la tensa sesión en el Parlamento galo ("el caos no es la censura, el caos ya está aquí") y aceptada la dimisión de Barnier, el presidente podía barajar varias opciones, su propia dimisión entre ellas.
Pero no ha sido así. Asume su responsabilidad, pero no la irresponsabilidad de otros, unidos en "un frente antirrepublicano". Tiene un mandato de cinco años y lo va a cumplir hasta el final.
El retraso en la aprobación de los Presupuestos de 2025 es insostenible para la economía francesa, puesto que, con casi total seguridad, va a requerir ayudas del BCE ante una inminente crisis de financiación de la deuda.
El escenario más plausible parece ser pues el nombramiento exprés de un nuevo primer ministro, dada la acelerada agenda de contactos que ha mantenido este viernes.
Mañana sábado se celebra además la reapertura de la catedral de Notre Dame de París, a la que acudirán jefes de Estado y de Gobierno, entre ellos el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump.
¿Qué ha pasado entonces con el Macron que iluminó Francia y encendió Europa?
Reelegido en 2022 tras volver a vencer a Le Pen, su mandato a lo largo de estos últimos siete años ha venido marcado por el terrorismo salvaje, las crisis encadenadas (económica, social, de refugiados), la pandemia de la Covid, la invasión de Ucrania, los conflictos en África y sus gabinetes autodestructivos, hasta desembocar en una convocatoria adelantada de elecciones legislativas (a todas luces suicida) tras el desmoronamiento electoral en las europeas de junio de 2024.
Con los Juegos Olímpicos en puertas y con el jovencísimo Bardella, delfín de Le Pen, haciendo sonar el cuerno de la victoria y un atropellado Nuevo Frente Popular de izquierda amalgamada a mayor gloria del septuagenario Mélenchon.
Una abrumadora mayoría de los franceses declaró entonces sentir cansancio, cólera, tristeza y miedo. Y votaron que no querían libertad, sino protección.
Que no quieren que les hablen más como adultos, que los comprometan en un plan de prosperidad y liderazgo europeo. Que están cansados, que quieren el arrullo que calma a los niños, esas consignas como cantinelas, lo que tararean siempre los radicales de uno y otro signo.
Sí, en ese precipicio está Francia. Y, con ella, con Alemania de la mano o del cuello, está la Unión Europea.
En Francia ha cristalizado un estado de ánimo que ha acabado por quebrar su legendario chauvinismo. Abocado a la fragmentación, política y social, nuestro país vecino está inmerso en un pesimismo que le pesa como una losa, exacerbado por esa globalización mediática que refuerza la autocompasión y la indignación.
La inestabilidad propia del sur se ha instalado en el centro y norte de Europa, y Macron ha caído en el error (que es una espiral) de ceder para perder.
El problema de base, tras tantas crisis encadenadas, es la división y el enfrentamiento, la incapacidad de negociar, la radicalización sistémica y la debilidad de los números.
Macron era un radical libre que vino a modernizar la dinámica bipartidista caduca. Sin embargo, en el camino ha ido adoptando forma y fondo entre cesaristas, napoleónicas y de Rey Sol, arrasando o eliminando toda dinámica negociadora clásica de partidos, con lo que el caos, el descontento y la disidencia interna no han hecho sino nutrir generosamente a la extrema derecha.
Una extrema derecha que, a pesar de no lograr vencer por tres veces, se ha hecho más fuerte, y ha concebido y moldeado a la criatura de reemplazo, el Terminator Jordan Bardella.
El que terminará siendo, más pronto que tarde, el repuesto definitivo de Macron.