Empiezo a pensar que el Congreso federal de Sevilla fue una especie de aparición mariana. Han pasado ya varios días y no soy capaz de escribir de otra cosa. Conforme se suceden los días, me viene a la cabeza una imagen, una frase. Escribo esta columna porque vi un asesinato, no he tenido tiempo de confesarlo hasta ahora y me dicen los de Tribunales que podría ser cómplice si no declaro como testigo.
Lo que me llama la atención a estas alturas es que, estando 7.000 personas allí, nadie haya mencionado todavía el cadáver. Porque mataron a una persona, pero nos mataron un poco a todos. Sucedió más o menos así...
Pusieron un vídeo. Aparecía Franco con gafas de sol, muy anciano, dando discursos. En blanco y negro. De pronto, la pantalla estallaba en mil pedazos y nacía Felipe González como hacedor de la democracia.
No crean que Felipe duraba mucho en pantalla. Supongo que porque es un demócrata que, acogido a la Ley Trans, está a punto de convertirse en fascista. En algún lugar de la tramoya, en algún lugar de la sala de máquinas de Moncloa, alguien apretó el botón que detonó a Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo.
Lo de Calvo-Sotelo podría atribuirse al despiste. Mucha gente hoy no se acuerda de don Leopoldo por culpa de su fugacidad, pese a que nos metió en la OTAN.
Pero lo de Suárez... Ocurrió con nocturnidad y alevosía.
El PSOE, coincidiendo el Congreso con el estreno de una fantástica película sobre Goebbels, borró al primer presidente de la democracia para autoproclamarse creador de nuestro sistema de libertades. "Yo decido lo que es verdad".
Fue un asesinato con regodeo porque, después de Felipe, sí apareció Aznar en el vídeo. Y después de Zapatero sí apareció Rajoy en el vídeo. Lo hacían en blanco y negro, con música que evocaba infiernos, pero aparecían. De Suárez, ni rastro.
Lo que más duele en el corazón de muchos ministros de la UCD (me lo suelen contar ellos mismos) es que Suárez murió habiendo olvidado su hoja de servicios. Murió, incluso, sin enterarse de que la sociedad española se reconcilió con su figura y lo encumbró a los altares de la dignidad. Murió siendo un héroe, pero nunca lo supo.
De ahí que nuestra principal deuda con Suárez sea acordarnos nosotros. Felipe y Guerra (lo han deslizado ellos en alguna ocasión o así me ha parecido entenderlo a mí) se arrepintieron de esas veces en que, para hacer oposición, vincularon a Suárez con lo reaccionario y lo totalitario.
Sánchez hoy no interpreta siquiera su figura. Directamente se lo ha cargado.
Colocar a Felipe González como el hombre que trajo la democracia a España, más allá de las intenciones infames con las que se predique, es un bulo de proporciones históricas. Es como pasarse el juego de la máquina del fango.
Sirva un solo dato para desmontar el vídeo con el que el PSOE enardeció a sus fieles en Sevilla. En un solo año desde que llegó a la presidencia, Adolfo Suárez desmontó todas las estructuras represivas del franquismo. Véase el libro de Fernando Ónega sobre los años que trabajó a su lado.
En un funambulismo vertiginoso, Suárez, que hacía un telediario era el ministro secretario general del Movimiento, iba segando con un bisturí a la velocidad adecuada las arterias de la dictadura. Con la dificultad añadida de soportar dos oposiciones. La de los que habían sido los suyos y la de la oposición que llegaba desde la clandestinidad.
Las consecuencias de este asesinato, que alcanzó en Sevilla su carácter público, pero que funciona de puertas adentro desde que Sánchez es secretario general, pudieron verse, por ejemplo, en el lapsus de Pilar Alegría, portavoz del Gobierno y ministra de Educación. Dijo en rueda de prensa tras el Consejo de Ministros que Felipe González fue el primer presidente de la democracia.
Hay dos escenas en la vida de Suárez que a unos cuantos chavales nos convierten en adictos a la nostalgia. La primera es la que explica cómo nació el "puedo prometer y prometo". Le dijo un día Suárez a Ónega (que escribió el eslogan): "Lo que más me importa es que me crean. Mi credibilidad. Necesito que los españoles me crean".
Gobernó con esa obsesión, tanto cuando acertó como cuando erró.
Hoy, si Sánchez mirara a cámara y dijera "puedo prometer y prometo", España entera moriría de una carcajada, incluidos sus propios votantes.
La segunda escena me la contó Miguel Doménech, cuñado de Calvo-Sotelo, íntimo amigo de Suárez. Cuando el ya expresidente quiso regresar a la política, unos asesores iluminados, muy parecidos a las que ahora inundan las instituciones, tuvieron una idea genial. Probablemente hubiese funcionado.
Propusieron a Suárez utilizar como campaña electoral el momento del 23-F en que no se tiró al suelo pese a las amenazas de los militares. El golpista que disparó al techo la ametralladora me confesó que al que más ganas tenían de matar era a Suárez, "mucho más que a Carrillo". Porque uno era "un rojo" y el otro "un traidor". Sus palabras exactas fueron: "No tiré a dar. Si no, habría apuntado a Suárez".
La campaña habría sido más o menos así: Adolfo Suárez, candidato del recién nacido CDS, "el hombre que no se arrodilló". Suárez rechazó la propuesta. Dijo que por encima de su cadáver.
¿Habría Sánchez rechazado algo así? Pongamos que él, en aquel momento de Paiporta que salvando las distancias nos recordó al 23-F en términos de liderazgo. Pongamos que Sánchez se hubiera quedado y el rey se hubiese ido. ¿Alguien duda de que habría utilizado el vídeo con fines electorales? Pero Sánchez se fue y Suárez se quedó.
Sánchez y Suárez entrañan parecidos importantes. Los dos soñaron con la presidencia desde chavales y a ese objetivo encaminaron su existencia: el tiempo libre, las amistades, el trabajo. Los dos lo consiguieron.
Sin embargo, al llegar, uno de ellos dimitió por considerar que su permanencia en el poder era un riesgo para su país. Uno de los dos jamás situó a sus adversarios en el lado malo de la historia.
Uno de los dos jamás recorrió los platós exhibiendo un golpe contra él, ¡y eso que lo había!
Uno de los dos jamás levantó un muro entre progresistas y fascistas.
Quizá por eso uno haya matado al otro.