Por azares que en nada interesan al lector, cuando llegué a la cena de Nochebuena el Rey ya estaba terminando su Mensaje navideño.
Al fondo del salón, entre el trajín de las copas y los platos, enmudecido por alguna canción de Raphael o Camilo Sesto, nadie parecía prestar demasiada atención al discurso del monarca que, según opinó uno de mis tíos, "había dicho lo de siempre".
Y, sin embargo, algunos indicios sugerían lo contrario: el escenario regio, el Palacio Real, majestuoso en contraste con la sala de la Zarzuela a la que nos tenía acostumbrados, que bien podría hacer las veces de sala de espera de una notaría.
Y la rabia de algunos conspicuos republicanos, que se harán el propósito de año nuevo de que España mañana sea republicana y pedirán a los Reyes Magos una guillotina u otra Carta magna.
Al escuchar en diferido el discurso, confirmé mis sospechas. Supongo que lo que ese tío considera "lo de siempre" son las menciones a la Constitución, la democracia liberal o el espíritu de consenso, concordia y convivencia. Menciones en todo caso lógicas, inescapables, en la medida en que es allí donde la Corona ancla su legitimidad.
Pero ni siquiera estas referencias, si se quiere protocolarias, resultan anodinas en contraste con la decrepitud de la política española. Se escuchan como una acusación, como un desmarque. Nos invitan a pensar en quienes se sostienen en el poder contra la amistad civil.
Y el caso es que no sólo dijo esto.
El concepto más repetido en la alocución del Rey es el de "bien común", en el que insiste sin cesar al abrir y cerrar su discurso.
Y el bien común, que anuda al sentimiento de solidaridad y comunidad, de patriotismo y cuidado de los que lo necesitan (sobre todo, cuando alude a la tragedia de la DANA en Valencia), no es cualquier cosa. Es un concepto viejo, clásico, hoy incomprendido como la propia Corona.
No es el mero interés general, sino la alusión a un conjunto de verdades tenidas en común. Un patrimonio que antecede y supera las maquinaciones de facción, los cálculos de parte. Una reserva que funda la convivencia y que exige de nosotros un deber y una esperanza.
El marco es contundente. Y de él se sirve para señalar tres de los problemas que están cambiando la faz política del mundo: la inmigración, que señala ha de ser integrada sin erosionar la estabilidad social; el acceso a la vivienda, sobre todo en el caso de los jóvenes; y la inestabilidad internacional.
Pero lo importante es el marco, el subtexto y el contexto, como bien sabe una institución que no puede sobrevivir sin fundar su autoridad en la majestad de los símbolos y los rituales. Una institución para la que la estética es, especialmente, ética.
Y el contexto es la asistencia del Rey al funeral de las víctimas de la catástrofe. Sus visitas a pueblos como Catarroja. La imagen de compromiso que ha forjado en contraste con la acción mucho menos ejemplar, por ser elegantes y generosos, del Gobierno y otros políticos de primera línea.
Y así tenemos que el Rey nos ha dicho que la Monarquía, precisamente por no depender de cálculos electorales, por no tener prefijadas sus lealtades a intereses movedizos o parciales, puede postularse como baluarte del bien común. Es el Rey hablando desde el antiguo Palacio al que recordamos también cubierto de barro y abrazos.
Escorado por las vicisitudes políticas, al Rey no le ha quedado otra opción que subrayar la autonomía de su agenda, la singularidad de la Corona.
Si en otros momentos entendió que le tocaba republicanizarse, pasar desapercibido como un resorte más del Estado, parece que ahora la monarquía se monarquiza: vuelve a su singularidad y viejo pasado para tener algún futuro.