Vivimos una época en la que jugamos a ser dioses y creadores. En la que hay guerras en países cercanos. En la que la corrupción parece una presencia inevitable. En la que los ricos son cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres, y la precariedad se ha instalado como una realidad cada vez más cotidiana.
Miro a mi entorno y percibo una sensación generalizada de bienestar pesimista. De estar "más o menos bien", pero con la convicción de estar "peor que antes", "peor que en los noventa y los 2000". Una sensación que no sólo veo en mi entorno, porque cada vez más personas comparten esta misma opinión.
Cada vez más personas piensan que en los primeros veinticinco años de este tercer milenio hemos ido a peor.
Cuando se mira de cerca, vemos que es una época de un equilibrio inestable. Una especie de pendiente que no está claro en qué dirección apunta, si hacia el cielo o hacia el abismo absoluto.
Es comprensible que los españoles sean pesimistas. Que, sobre todo, los jóvenes y las mujeres españolas sean pesimistas.
Como joven y como mujer, yo en parte también lo soy.
Porque siento la desesperanza. Las pensiones son altas, los sueldos son bajos. La precariedad está a la orden del día, con muchas horas de trabajo para salarios que resultan bochornosos.
Está el problema del acceso a la vivienda. Un tema que puede resultar manido y repetitivo, pero que es real, que afecta en particular a los jóvenes y que condiciona su marco vital. El desarrollo personal, formar una familia, tener cualquier tipo de horizonte de futuro más o menos estable.
Puesta ante la perspectiva de verme obligada a compartir piso hasta los cincuenta, yo también preferiría volver a esa época en la que te podías comprar un piso sin tener que hipotecarte por tres vidas.
También porque siento la añoranza. Por una época en la que vivíamos sin interrupciones constantes, en la que no existían las redes sociales ni las comparaciones constantes, ni la sobreexposición.
En la que podías vivir tu vida sin estar convencida de que era peor que la de los demás, sin estar convencida de estar perdiéndote la de los demás.
En la que no había tanta ansiedad, ni tanto agobio, ni tanta depresión entre personas de una edad en la que deberían estar viviendo la época más entusiasta de su vida.
Y porque, como mujer, también siento la preocupación que acaricia el miedo. En los últimos veinticinco años han aumentado las agresiones sexuales. Casos monstruosos como el de Gisèle Pélicot nos han dejado claro que, a pesar de vivir con una libertad inaudita para las mujeres en la historia de la humanidad, nos pueden seguir haciendo lo que quieran. Y lo que es peor: sin que nos demos cuenta.
Las relaciones son cada vez más inestables, se rompen antes, se rompen peor. La soledad es una plaga que poco a poco va invadiendo como un organismo viscoso más y más capas de la sociedad.
Y, aun así, aun con este panorama generalizado, aun con estas vicisitudes, no puedo dejar de preguntarme: ¿de verdad vivimos peor que hace 25 años?
En 1859, Charles Dickens hizo en su obra maestra Historia de dos ciudades una de las mejores descripciones de lo que significa pertenecer a una época de la historia. "Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos".
Unas palabras escritas en un tiempo en el que sobraban opresiones y faltaban comodidades. Y, sin embargo, también era un momento que podía ser el mejor y el peor de todos los tiempos. Ambas cosas a la vez.
Pero las palabras de Dickens no solo describen la sensación de su época. Describen la sensación recurrente de toda la humanidad, a lo largo de los años.
Recuerdo muchas veces esta frase, porque me resulta complicado mirar el último cuarto de siglo sin cierta sensación de optimismo, sin cierta sensación de saber y reconocer que vivimos en el mejor de los tiempos.
Por la solidaridad que hemos visto en estos meses y que ha sido posible gracias a las redes sociales.
Por la brecha de género, que ha disminuido con el paso de los años.
Por los avances científicos, que han conseguido que se reduzcan las muertes por cáncer.
Por ganar en España cuatro años de media de vida en los últimos veinticinco años.
En toda época ha habido avances y retrocesos, héroes y villanos, valientes y cobardes, gente feliz e infeliz, gente a quien le va mejor y a quien le va peor. Y, desde luego, no vivimos en un mundo perfecto. Nada por el estilo.
Pero me resulta difícil quedarme solo con la segunda mitad de la frase de Dickens sin pensar también en la primera.
Sin reconocer que, a pesar de todo, a pesar de lo malo y de lo regular, también podemos estar viviendo en el mejor de los tiempos.