Me molesta la ingrata soberbia del deportista.
Me molesta su andar y su pensar.
Me molesta la falsa modestia, la falta de equilibrio entre el cuerpo y el alma, la gloria, la fama.
Me molesta su hipocresía, su deslealtad. Su sentido de la moda, en ocasiones.
Me molesta su divinidad. La inmortalidad del vencedor, la cruz del perdedor. Me inquieta y me enfada.
Pero, sin lugar a dudas, lo que me arde en las entrañas es, especialmente, haber sido una de ellos.
A mis cinco años de edad, papá colgó una canasta de baloncesto en el jardín de la casa. Era un cesto lo suficientemente grande como para meter la pelota desde cualquier ángulo de la pista.
Se trataba de una ilusión. De un engañabobos de manual. Aparentemente era un regalo para el primogénito, el hombrecito de la casa, mi hermano. Pablo.
Fue así, al cometer mi padre la asombrosa nimiedad de clavar dos tornillos en una pared, que encontré mi cometido en la vida.
Los primeros años fueron un sueño. Afortunadamente, una niña de cinco años no tiene más que cumplir el ciclo biológico, hurgar de vez en cuando en la nariz y maldecir el nacimiento de una hermanita. No hay competidor posible ante la ilusión de una cría.
No obstante, en la otra cara del mundo, donde habitan los adultos, existe una codicia irremediable ante la virtud ajena. La picazón de descubrir un fenómeno nunca visto. Tan irresistible. Tan anecdótico.
Mi descubridor llegó durante un partido de colegio. Yo tenía nueve años y él todavía no me había hecho llorar por primera vez.
Conoció a mi padre en unas gradas de piedra, de esas que con el frío del invierno dejaban el culo como una placa de hielo. Intentó cautivarle con sus palabras y promesas, pero mi papá siempre fue un tío listo. Me dejó ser una niña un rato más. Fui yo, años después que me dejé caer sobre sus brazos.
Tienes 14 años y viajas lejos a meter canastas tal y como soñabas en el jardín de casa. A los 15 te cuelgas medallas y te ganas unas perrillas. Tienes talento. Tienes ambición. Te acuestas temprano, no te emborrachas por primera vez como los demás. Eres especial. Tienes algo. Eres un dios. Una divinidad.
Hay carteles con tu nombre en las gradas. Eres una estrella. Nunca nadie vendrá detrás de ti. No existe la razón. Papá y mamá no te entienden. Quieren romper tu sueño. Eres la más lista. Eres inmortal.
Carlos Alcaraz saludando a todo el mundo por el pasillo y aguantándole la puerta al chico de la limpieza para que pase con el carrito.
— José Morón (@jmgmoron) January 11, 2025
La educación y humildad de Carlitos es tremenda. pic.twitter.com/CVZfOfdGOr
Un día te levantas más triste. Estás cansada. Pesan los huesos y la pena. Renuncias al sueño. Lloras en un pasillo de Las Vegas. No firmas ese contrato. No metes la canasta ganadora. Tus amigas ya no son tus amigas. Ni tus padres tus padres.
Ya nadie habla de ti. Ahora hablan de ella. Una como tú. Una un poco más alta, menos deprimida, más fotogénica.
Todo parece parar. Descubres tu identidad, una nueva. Tienes otros gustos. Lo ves claro.
Te molesta que el comportamiento humano básico resulte excepcional en deportistas.
Te molesta que Carlos Alcaraz sea noticia por sujetar una puerta a un trabajador, por dar las gracias, por saludar al entrar y despedirse al salir.
Te molesta que sean mejores que un basurero, que un profesor, que un camarero, un opositor.
Te molesta que ellos siempre sean los primeros. Que ellas sigan siendo las últimas. Te retuerce el corazón ver a una niña encestar. Que la mire un señor desde otras gradas de piedra pero con la misma sed de sangre fresca.
Te duele encender la televisión. Porque sí. Porque la cultura del deporte se desvía de cualquier ideal moral o político en este país nuestro. Un "gracias" de Alcaraz nunca resonará igual que un "gracias" de un simple mortal.
Recuerde, querido lector, ellos son como tú. Son infieles, adictos, maleducados. No son niños, no se cagan encima. Se equivocan, aman, piden perdón, son hijos de alguien, padres, hermanos.
Y por encima de todo eso son, ni más ni menos, seres humanos.