A veces tendemos a referirnos a las alianzas como "pactos estratégicos". Pedro Sánchez es la máxima expresión de la "estrategia", que en política siempre es coyuntura, que en campaña siempre es circunstancia. El análisis, que tiene algo de cierto, deja fuera de foco lo más importante: los cambios políticos irreversibles que ya hacen de España un país nuevo.
Por ejemplo: muy poca gente pone en discusión que Sánchez abraza los independentismos por mera voracidad de poder. Sus partidarios lo justifican diciendo que lo hace para "frenar a la extrema derecha" y construir un "escudo social". Sus detractores dicen que trocea la nación y los derechos ciudadanos para conservar la presidencia.
Han pasado ya siete años desde que la 'coyuntura Sánchez' llegó a España. ¿Hay algo más circunstancial que una moción de censura con la promesa –incumplida después– de convocar elecciones? Se trataba de expulsar del poder a un partido que, realmente, supuraba corrupción. Después vino la sucesión de estrategias que consolidaron al presidente en Moncloa: indultos, ley de amnistía, rebaja de la malversación, eliminación de la sedición... y un sinfín de concesiones similares.
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Pedro Sánchez este domingo en el Congreso regional del PSOE de Canarias.
Cabría pensar que, una vez caiga Sánchez, la coyuntura será otra y el país volverá a parecerse al de hace diez años. Ya se sigue pareciendo a él gracias a la corrupción, pero nunca volverá a ser igual. Es tan pobre la política de hoy que nos resulta difícil creer que la generación actual vaya a dejar una herencia. Nos consolamos diciendo que será la "polarización", pero eso no es nada; sólo humo de palabras. Hay algo mucho más profundo.
¿Cómo es España hoy realmente? ¿Qué verdaderos cambios se han producido en los siete años de Sánchez?
El más importante –vamos a centrarnos en este porque estamos tratando de levantar apenas una columna, y no un ensayo– es el territorial. La famosa (in)vertebración orteguiana. Lo elegimos porque de aquí nacen casi todos los demás.
El nacionalismo no se hizo independentista por culpa de Sánchez. Empezó a serlo en la práctica cuando gobernaba Rajoy. En realidad, el nacionalismo siempre ha sido independentista, pero el Estado diferenciado era una tierra prometida similar a la de la Biblia. El statu quo nacionalista era independentista asumiendo que jamás vería consumada la etapa final de su proyecto. Se podían definir así en sus estatutos, pero no pasaba por su cabeza un desafío al Estado; una quiebra de la Constitución en forma de referéndum.
El talante jesuítico y oligárquico del PNV amansaba cualquier vocación al margen del Estado de Derecho. Ibarretxe se nos aparece hoy, con su plan llevado al Congreso, como un firme defensor de la Constitución. Ni siquiera Batasuna y luego sus derivados, pese a su ausencia de condenas en los asesinatos de ETA, diseñaban estrategias para proclamar la independencia.
En Cataluña, resuenan aquellas palabras de Heribert Barrera, de Esquerra Republicana: "Somos republicanos, no queremos la Constitución, pero si se aprueba, seremos los primeros en cumplirla". O las tan manidas de Jordi Pujol: "Somos nacionalistas, pero no independentistas".
Muchos creyeron, muchos creímos, que se podía trazar esa frontera. Fue en esa frontera donde se transfirieron las competencias a las Comunidades autónomas. Unas transferencias que fueron positivas mientras la lealtad caracterizó las relaciones Estado-Autonomías.
El nacionalismo, por tanto, era un proyecto político de fases; sólo que la definitiva estaba muy lejos. Hasta que se produjo la aceleración de la Historia, que como decíamos no tuvo que ver con Sánchez.
El nacionalismo catalán se tornó independentista cuando hubo que crear una cortina lo suficientemente grande como para tapar las vergüenzas de la corrupción nacionalista a secas. Pujol, Mas y compañía pisaron el acelerador. Y ya no hubo vuelta atrás. No la hay ahora.
Un nacionalista –su propio nombre lo indica– prioriza su nación por encima de cualquier otra circunstancia. Por eso, Sánchez nunca cae. Es imposible gobernar porque, ahí sí, los nacionalistas estudian las propuestas en función del eje izquierda-derecha. Pero, cuando se trata de elegir presidente, sólo funciona el instinto nacional. Y ahí, no hay otros como Sánchez.
Como viene sucediendo desde los años treinta, los nacionalismos han funcionado en España como un flujo de corrientes. Si se agita el catalán, se mueve el vasco. Si se mueve el vasco, aflora el gallego. Y así repercutiendo incluso en nacionalismos de muy baja intensidad como el asturiano y hasta el sanabrés.
Llegados a este instante, el nacionalista que resta importancia a la idea de alcanzar cuanto antes la patria prometida es visto como un cobarde y un traidor. La patria nueva es una idea que ya no puede camuflarse.
Ese contexto fue el que acogió a Pedro Sánchez. Un político al que no se le conocía ningún tipo de querencia nacionalista. Más bien todo lo contrario. Es más: pertenecía a la órbita de dirigentes que, haciendo análisis de brocha gorda, igualaban a Bildu con Batasuna, lo que no es cierto. Acusó a Pablo Iglesias en un debate de 2015 de no tener proyecto para Navarra por pactar con los abertzales. Hoy, es el PSOE el que gobierna Navarra gracias a Bildu.
La manera en que Sánchez llegó al poder le permitía actuar sin contrapesos. Había destruido el aparato de su partido que le destruyó a él previamente. La reforma de los estatutos de la que tanto se arrepintió Rubalcaba ya atribuía al secretario general los poderes del rey sol.
Apartó la idea de convocar elecciones, estudió con detalle ese nuevo nacionalismo-independentista, y armó la estrategia más binaria de la Democracia: o todos nosotros juntos o la corrupción, o todos nosotros juntos o el machismo, o todos nosotros juntos o la extrema derecha, o todos nosotros juntos o la desinformación. Y así hasta alcanzar cualquier dimensión del debate político.
Diciendo combatir los movimientos autocráticos que crecían en Europa, iba diseñando en España una nueva izquierda autocrática... adaptada a lo posible. Se atribuye a Aristóteles, Bismarck y Churchill esa frase que citan asesores y politólogos con fruición: "La política es el arte de lo posible". Eso que llaman sanchismo es un populismo que entraña el espíritu de los tiempos en Europa y Estados Unidos, pero que ha pasado inteligentemente por el tamiz de lo español y lo mediterráneo.
Está bañado en el antifranquismo, en lo peor del bipartidismo –la colonización de las instituciones llevada a su máxima expresión–, en lo lenguaraz, en lo viril y, fundamentalmente, en lo binario. En el mito de las dos Españas.
A Sánchez, los independentismos le producían –basta con echar un vistazo a su hemeroteca– la misma sensación que a Felipe González o Alfonso Guerra, pero entendió a la perfección el arte de la posibilidad y lanzó un proyecto de no retorno: el único camino al pacto es hacia la izquierda y hacia el independentismo. Sin importar siquiera que el aliado pueda residir en Bélgica por estar huido de la Justicia.
¿Qué cambios han operado por el camino las alianzas "coyunturales" de Sánchez?
1. La normalización del pacto con el independentismo: en España, por la naturaleza del Congreso, PP y PSOE habían transigido con los nacionalismos, pero no con los independentismos. No se pactaba con alguien que defendiera abiertamente dar un golpe al Estado e incluso repetirlo después de haber sido abortado éste. Si Feijóo llega al poder mediante un pacto con Puigdemont, habrá normalizado esto para siempre.
2. La imposibilidad de una izquierda patriota: por culpa de la dictadura, que se apropió hasta la saciedad de los símbolos nacionales, los partidos netamente antifranquistas tenían ya ciertas reservas frente al himno o la bandera. El abrazo de los independentismos ha sellado ese complejo. En España, pese a la deriva del PSOE, no han funcionado los movimientos de izquierdas que reivindican un orgullo nacional. En España, en la práctica, sólo existe la izquierda plurinacional. Del mismo modo que el republicanismo no prospera porque no aparece una derecha republicana –eso habilitaría la posibilidad de la alternancia, lo que afianza un régimen democrático–, si no hay una izquierda con una idea parecida de la nación que la derecha –como en la Transición–, la alternancia se quiebra. El debate ya no es: derecha o izquierda. Es "los fachas" o los "rojos".
3. La colonización de medios e instituciones: sería absurdo relatar aquí el número de instituciones públicas donde Sánchez ha colocado a personas de su máxima confianza. No hay institución que gobierne alguien que pueda plantear reservas a la estrategia gubernamental. Cuando se produzca un cambio de gobierno, la derecha hará inevitablemente lo mismo porque querrá sentirse segura en el poder. Es una nueva tendencia.
4. La coalición de extremos: se había hecho tópico eso de que, en España, "las elecciones se ganan por el centro". Todos los presidentes del Gobierno hasta la llegada de Sánchez tuvieron la intención de construir un proyecto mayoritario que incluyera a españoles de distinto signo. Sánchez, consciente de que la coyuntura no le permitía ganar de esa manera, encerró su proyecto en una habitación: la de la extrema izquierda y los nacionalismos-independentistas. Normalizó a Podemos igual que el PP, cuando le llegue el momento, normalizará a Vox y pondrá como excusa la coalición con Pablo Iglesias. PP y PSOE son, sobre todo en lo malo, vasos comunicantes.
5. La irrupción de la extrema derecha: esta ideología era en España algo trasnochado y asociado al franquismo. La extrema derecha hoy, por mucho que así lo diga el Gobierno, es algo mucho más complejo. Tiene una propuesta en asuntos como la religión o la inmigración similar a la de sus homólogas europeas. Ha alcanzado un suelo electoral suficiente como para condicionar gobiernos, tal y como se desprende de las encuestas. Igual que hizo el PSOE magnificando a la Falange antes de la guerra cuando era un partido minoritario, Sánchez ha inflado a Vox con sus advertencias cuando los de Abascal apenas tenían influencia. El "que vienen los fachas" es el mejor combustible para Vox, además de las concesiones al independentismo.
Estas cuatro consecuencias aparentemente circunstanciales –las necesidades estratégicas de Sánchez– dejarán, dentro de diez años, un país muy distinto al anterior. Y lo que es peor: no parece que exista un proyecto que, desde el centro, devuelva España a un lugar que inspire... ilusión. ¿Todavía se puede conjugar la ilusión con la política?