El protocolo anticontaminación impulsado por Manuela Carmena ha vuelto a desatar la alarma social. Si existen razones para que Madrid y otras ciudades se tomen en serio los retos del cambio climático, las medidas adoptadas son tan caprichosas y parecen tan improvisadas que no sería extraño que acaben socavando -más que promoviendo- la conciencia ecológica de los ciudadanos.
Nadie pone en duda que la boina de Madrid debe hacer reaccionar a las administraciones. Otra cosa distinta es que las actuaciones puestas en marcha contribuyan a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos en lugar de a complicarla.
El Ayuntamiento de Madrid ha focalizado la lucha contra la polución en los automóviles pese a que generan sólo un 25% de las emisiones nocivas. No está comprobado que limitar la velocidad disminuya las emisiones, pues es más contaminante conducir con marchas reducidas. El nivel más alto de dióxido de nitrógeno se ha registrado en una zona cerrada al paso de coches particulares, lo que también pone en cuestión esta medida.
Conducción alterna
La conducción alterna, según sean las matrículas pares o impares, inmovilizará a miles de conductores los días 31 de diciembre y 1 de enero, pese a que no son los números de las matrículas, sino los combustibles empleados y la antigüedad del vehículo, los principales condicionantes de la contaminación. Por otro lado, no se tienen en cuenta casuísticas de excepción más que razonables, como pueden ser el traslado de enfermos o discapacitados, o la movilidad desde garajes o talleres.
La protección del medio ambiente es uno de los principios fundacionales de EL ESPAÑOL: por eso defendemos la implantación del coche eléctrico entre nuestras obsesiones. París, Londres o Roma llevan años actuando contra la contaminación, pero cuesta creer que limiten su lucha a restringir o prohibir el tráfico rodado, sin medidas adicionales como promover la renovación del parque automovilístico.
A tenor del carmenazo resulta imposible no preguntarse si la alcaldesa de Ahora Madrid no se ha dejado llevar por la tentación de hacer ingeniería social para dar rienda suelta a su fobia anticoches y satisfacer a quienes hallan en la defensa de la ecología un pretexto para canalizar su fanatismo.