El paisaje después del 1-O es desolador. La errónea respuesta del Gobierno al órdago independentista del domingo ha empeorado el problema en lugar de contribuir a su solución. Salvaguardar y hacer valer la Constitución en Cataluña parece ahora más complicado que hace una semana.
Las imágenes de las cargas policiales han desviado el foco de atención del fraude democrático perpetrado en Cataluña. Por si fuera poco, el bloque separatista y sus terminales mediáticas explotan la conmoción ciudadana para denigrar a los agentes y deslegitimar cualquier reacción futura del Estado en defensa de la ley.
El propio Puigdemont intenta aprovechar el eco de la jornada en la prensa extranjera para internacionalizar el conflicto, mientras mantiene su amenaza de impulsar una declaración unilateral de independencia. Y lo peor es que esta estrategia está surtiendo efecto. Aunque Merkel, Macron y Gentiloni han subrayado su compromiso con la defensa de la unidad de España y su rechazo al referéndum de independencia, la Comisión Europea ha reclamado “pasar de la confrontación al diálogo”; lo que supone un reconocimiento implícito a los golpistas como interlocutores válidos.
Agentes expulsados
Puigdemont se siente tan envalentonado que este lunes se atrevió a exigir la “mediación internacional” y la retirada del operativo policial desplegado en Cataluña. Fieles a los deseos del president, tres hoteles de Calella han expulsado a medio centenar de efectivos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional.
Al riesgo de que los los cuerpos de seguridad sean escrachados y tratados como apestados en Cataluña ha contribuido igualmente el exceso de ingenuidad del Ministerio del Interior, que dejó la iniciativa del operativo en manos de los Mossos d’Esquadra.
Al final no se paró el referéndum, la mala planificación del operativo policial ha dejado a los agentes a los pies de los caballos, la batalla por el relato se ha perdido de forma estrepitosa y se ha debilitado la unidad del bloque constitucionalista. Este triple fracaso alimenta dudas dentro del propio Gobierno sobre la capacidad de Soraya Sáenz de Santamaría, Juan Ignacio Zoido y la secretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez Castro, encargados de gestionar la crisis. Tampoco sale bien parado el director del CNI, el general Félix Sanz.
Medidas excepcionales
La crisis de Estado es hoy más grave y requiere por tanto de mayor determinación. La situación es tan excepcional que no se solucionará sin una medida igualmente extraordinaria. El problema es que falta liderazgo político. Rajoy sigue ensimismado. Pedro Sánchez titubea y, acomplejado por la presión de Podemos, se muestra reticente a cualquier medida contundente. Por eso confía aún en una “solución dialogada” en la que resulta imposible creer ya a estas alturas. Sólo Albert Rivera está por la labor de coger el toro por los cuernos y solicita aplicar el artículo 155 de la Constitución para intervenir la autonomía catalana y convocar elecciones. El problema es que plantear unos comicios en Cataluña mientras no remita la convulsión resulta quimérico.
El remedio sólo puede pasar por suspender el autogobierno para convocar unas elecciones generales de cara a abrir un proceso constituyente que permita cerrar de una vez por todas el debate territorial en España y garantizar una convivencia futura en paz e igualdad. Si Rajoy no está preparado para asumir este reto, lo mejor que puede hacer es marcharse y ceder el testigo.