La reacción de Carles Puigdemont a la intervención anunciada de la Generalitat, y a su cese y el del Govern -en virtud del artículo 155 de la Constitución-, sitúa al bloque independentista más cerca de una declaración unilateral de independencia que del adelanto electoral que pretende Rajoy.
En una intervención no tan demoledora como las anteriores, el presidente de la Generalitat ha dicho que pedirá al Parlament que celebre un pleno para “decidir” sobre el intento de Rajoy de “liquidar” el autogobierno catalán. Y hay motivos para concluir que este debate parlamentario servirá a Puigdemont para canalizar su rebelión contra el 155 y que podría culminar con una declaración unilateral de independencia. La DUI ha sido la amenaza recurrente en todos sus pronunciamientos, la activación del 155 supone, a su juicio, “el peor ataque a las instituciones catalanas desde los tiempos de Franco” y el bloque secesionista considera que la Generalitat es anterior a la aprobación de la Constitución.
Querella por rebelión
Sin embargo, Puigdemont tendrá que elegir entre ir a elecciones o ir a la cárcel. La disyuntiva resulta evidente después de que la Fiscalía General del Estado haya revelado este sábado que ya tiene ultimada una querella por rebelión en la que pide la detención y el ingreso inmediato en prisión de Puigdemont en el momento en que declare la independencia.
La coyuntura es importante para el independentismo en su conjunto, que podría plantear los comicios como un plebiscito contra el Estado opresor, en el que partiría con ventaja, precisamente, por la tardanza y desgana con que Rajoy ha concebido su respuesta al desafío. La prueba palmaria de que el presidente, según propia confesión, no tenía “deseo” ni “intención” de aplicar el 155 en Cataluña es que su desarrollo parece lastrado de antemano por las contradicciones, limitaciones y complejos con que ha sido planteado en origen.
Medias del 155
Resulta absurdo que Rajoy subraye que no propone suspender la autonomía catalana cuando lo planteado es cesar a Puigdemont, Junqueras y todos los consejeros; gestionar la Generalitat desde los ministerios; controlar los Mossos; tutelar los medios de comunicación públicos; y arrogarse capacidad disciplinaria para expedientar y reclamar responsabilidades patrimoniales o penales a los funcionarios que no obedezcan.
Del mismo modo, resulta paradójico que habiendo previsto -en buena lógica- coger el timón de la Generalitat se mantenga la actividad del Parlament, pero con la reserva de vetar las resoluciones que sean contrarias a la Constitución. Con este planteamiento, el Gobierno no logrará restituir una normalidad democrática, burlada los días 6 y 7 de septiembre por el bloque independentista para aprobar las leyes de desconexión, sino que convertirá el Parlament en una caja de resonancia del victimismo separatista.
Intervención a regañadientes
Por no ser tachado de autoritario, el Gobierno se autoimpone un plazo de seis meses en el que habrían de celebrarse elecciones autonómicas. Las cortapisas temporal y electoral aseguran, en el mejor de los casos -si el secesionismo acepta ir a los comicios-, una campaña larguísima con la calle movilizada y el riesgo cierto de que los partidarios de la rupturista salgan reforzados. Y en el peor -si el independentismo decide boicotearlos-, una campaña igualmente extenuante y tocada de origen. Estamos ante un escenario envenenado y contraproducente para restaurar la normalidad, para reconducir al nacionalismo más moderado a una dinámica de diálogo, e incluso para mantener cohesionado al bloque constitucionalista: en este sentido, la dimisión de Nuria Parlon de la ejecutiva del PSOE es muy significativa.
La crisis catalana es tan grave que exigía medidas extraordinarias. Lo que no tiene sentido es que el recurso a la excepcionalidad se aplique con limitaciones cuando hay que corregir décadas de rodillo independentista.