El golpe de Estado consumado por los separatistas en el Parlament de Cataluña es un acontecimiento infame cuya mancha acompañará de por vida a sus protagonistas, que son, desde ahora, unos delincuentes. Los diputados no tuvieron ni el valor de dar la cara en la votación, según adujeron, por miedo a las represalias del Estado, prueba de que ni ellos mismos están convencidos de que la fechoría de este 27 de octubre -día marcado en negro ya para la historia Cataluña y de la democracia- conseguirá su objetivo.
Por más que hoy crean haber entrado en la posteridad, el destino de los impulsores de esta rebelión no puede ser otro que la cárcel, y el de la ideología que encarnan -el nacionalismo fanático y golpista- el estercolero de la historia. Creen haber alcanzado la república y la libertad, cuando lo único que han logrado ha sido quebrar la convivencia entre catalanes y abrir una fractura en España que tardará años en restañarse.
Fraguado en el odio
Los separatistas han disfrazado su golpe con buenas palabras, apelaciones a la concordia, a la libertad, y llamamientos al diálogo. Y han esgrimido la coartada del apoyo popular. Todo es una farsa. Estamos ante un movimiento que se ha fraguado en el odio al resto de España, fomentado durante años desde las aulas y desde los medios de comunicación, financiado a manos llenas con el dinero de todos, y que ha cuajado en un supremacismo premoderno y absolutamente reaccionario.
La realidad es que ni Puigdemont ni sus secuaces tuvieron jamás voluntad de acordar nada. Es cierto que en el último momento le temblaron las piernas al president y negoció su impunidad a cambio de convocar elecciones anticipadas. No se le concedió, entre otras cosas, porque el Gobierno no puede interferir en las decisiones judiciales. Pero sus planes estaban escritos de antemano. Su única meta era la declaración de independencia, que debía estar revestida por un simulacro de referéndum y, a última hora también, por el pretexto de la necesidad de reaccionar al artículo 155.
Elecciones controvertidas
La respuesta de Mariano Rajoy a la culminación del golpe de Estado ha sido destituir a todo el Govern -lo cual era obligado-, disolver el Parlament y convocar elecciones autonómicas para el 21 de diciembre. Se trata de una decisión audaz y peligrosa que encierra un error de principio.
A expensas de que el bloque independentista desvele si acepta medirse en unos comicios, la principal objeción que cabe hacerle a este golpe de efecto del Gobierno es que vuelve a darle a los golpistas otra oportunidad en las urnas. De hecho, incluso procesados por rebelión, Puigdemont, Junqueras y Forcadell podrían presentarse a los comicios en busca de la absolución de los votantes.
Muestra de debilidad
Rajoy se equivoca y trivializa la democracia cuando para restituir la legalidad quebrantada en Cataluña, en lugar de desarticular la trama golpista se saca de la chistera una convocatoria electoral. No sólo es una muestra de debilidad -la prueba de que desconfía de su capacidad para tomar el control de la Generalitat-, sino que crea un mal precedente. Y además da la posibilidad a quienes han atentado alevosamente contra nuestra democracia de ganar unas elecciones en las que juegan con cartas marcadas: con unos medios de comunicación y una Administración hecha a su medida. Por lo tanto, no es descabellado que pudieran ganarlas, circunstancia que agravaría aún más el conflicto.
En favor de la medida cabe apuntar que permite ganar la batalla de la imagen internacional. El propio Puigdemont dijo el jueves que quería ir a elecciones para impedir la intervención de la autonomía. Rajoy deja claro que el 155 sólo estará activo lo que dure la campaña y, por lo tanto, Cataluña estará intervenida apenas dos meses. Por otra parte, el "queremos votar" y la identificación que de urnas y democracia hicieron los separatistas para defender el referéndum del 1-O juega ahora en su contra.
Ahora bien, muchos españoles van a sentirse defraudados con Rajoy: un golpe de Estado no se resuelve en las urnas. Es verdad que si los constitucionalistas ganan esas elecciones el problema catalán podría atemperarse con el tiempo, pero también que un triunfo de los separatistas legitimaría su causa. Pero, por principio, ni la razón ni la legalidad pueden jugarse a cara o cruz.