La determinación de Donald Trump a trasladar a Jerusalén la embajada de EE.UU. en Israel equivale a reconocer públicamente a esta ciudad como la capital del Estado judío, una circunstancia que sólo puede contribuir a desestabilizar la región.
La capitalidad de Jerusalén, considerada ciudad santa por judíos, cristianos y musulmanes, es una cuestión muy sensible. De hecho, desde que hace más de dos décadas se planteó en Washington la posibilidad de mudar allí la embajada, los sucesivos presidentes han aplazado la decisión por cuestión de prudencia y de propia seguridad nacional.
De espaldas al mundo
Sólo los políticos israelíes han acogido con alborozo la noticia. La reacción de los países árabes y musulmanes ha sido muy dura. Hasta el líder turco Erdogan, aliado en no pocas ocasiones de EE.UU., manifestó que Jerusalén es "una línea roja para todos los musulmanes". Tampoco Europa (Merkel, Macron...) ve con buenos ojos el anuncio de Trump. Los palestinos, los más directamente afectados, han calificado la decisión de "declaración de guerra".
De nada han servido todas las advertencias y consejos, incluidos los del papa Francisco, que pidió "no añadir nuevos elementos de tensión" al ya de por sí "convulso" panorama mundial. El presidente norteamericano ha optado por seguir adelante con la que fue una de sus promesas electorales.
Dinamita las negociaciones de paz
Aunque el traslado de la sede diplomática a Jerusalén puede tardar años en materializarse, la sola proclamación de esa intención dinamita las ya de por sí deterioradas negociaciones de paz entre israelíes y palestinos. Pero es que además supone contravenir las resoluciones de la ONU.
Tras amenazar recientemente a Corea del Norte con su "destrucción total", la Casa Blanca vuelve a tensionar el escenario mundial. Pero si Kim Jong-un está absolutamente aislado, entrar como elefante en cacharrería en Jerusalén, símbolo para tantos, puede tener consecuencias desastrosas. Ojalá no asistamos a una escalada de violencia al calor de otro incendio del pirómano Trump.