Pablo Iglesias sigue con su táctica de pasar a la ofensiva cada vez que se ve acorralado políticamente. Después de haber explotado el victimismo en el caso Dina, presentándose como un objetivo a derribar por las “cloacas del Estado”, si algo ha dejado claro ya la investigación del juez es que él no es el perjudicado.
Después de que PP y Ciudadanos le hayan pedido que dé explicaciones en el Congreso por este escabroso asunto, Iglesias ha tenido una reacción más propia de un Rufián que de un vicepresidente del Gobierno. Tras arremeter contra todo el mundo, periodistas incluidos, propone crear una comisión sobre corrupción del Estado en la que comparezcan el exministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, Mariano Rajoy o Soraya Sáenz de Santamaría.
Confrontación
Como ha venido sucediendo desde el inicio de la crisis sanitaria, Iglesias se alimenta de la confrontación. Ya sea contra Vox -que no duda en seguirle el juego- o tratando de rentabilizar una supuesta persecución política y mediática contra él.
Quien entró en política hablando de regeneración, no la practica una vez instalado en el Gobierno. Incumpliendo incluso el código ético de su propio partido, recurre al comodín del presidente -ya ha avanzado que cuenta con el apoyo de Sánchez- para enrocarse e intentar reducir el caso Dina a una paranoia periodística.
Incongruencia
Pero cada vez que han trascendido algunos de los mensajes de sus chats ha aflorado la incongruencia entre sus declaraciones públicas y sus posiciones privadas. Si de la periodista Mariló Montero dijo que “la azotaría hasta sangrar”, ahora justifica el hecho de quedarse con el móvil de una mujer adulta y ocultarle un contenido que ella ya conocía con el peregrino argumento de protegerla.
O Iglesias oculta algo o es de un paternalismo que roza ese machismo del que tanto dice abominar. Aunque podría ocurrir también que ambas opciones no fueran excluyentes.