Una de las novedades de la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) que prepara el Gobierno es la dificultad que traslada a los Tribunales para dictar prisión preventiva contra los cargos electos. Este nuevo blindaje de la clase política se sustenta, según sus promotores, en la necesidad de ponderar en qué medida, la medida cautelar del juez afecta al derecho fundamental de representación política.
La propia dificultad para tasar ese derecho de representación hace difícil establecer un criterio claro. Si a ello añadimos las circunstancias en las que se impulsa la medida -al calor de los apoyos al Ejecutivo de los nacionalistas, escaldados con los Tribunales tras el procés-, todo lleva a pensar que estamos ante un nuevo cinturón de seguridad ad hoc para políticos.
Lo paradójico
Hay que advertir, por ejemplo, que con la reforma de la ley que apadrina Sánchez, habría sido difícil encarcelar a Junqueras antes de que hubiera sido juzgado y sentenciado, con el riesgo que ello hubiera significado.
La perversión a la que llevará esta norma está clara: ningún político se prestará a dimitir por grave que sea la irregularidad que se le impute, pues su condición de representante público le garantizará un plus de protección del que no disfrutan los ciudadanos de a pie.
El aforamiento
Si, ya de por sí, muchos cargos públicos gozan de aforamiento, ahora añadirán otro escudo gracias a la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal. Lo paradójico es que sea este Gobierno, que dice estar tan preocupado por la "gente", el que consagre en España una casta política adornada cada vez con más privilegios.
Aún no hace ni un mes que el Senado votó en contra de la supresión de los aforamientos y nos aprestamos a dar un paso que amplía más la distancia entre los políticos y la calle, algo bastante complejo de digerir por el sentido común y la opinión pública. Si aceptamos que la representación política es un derecho a proteger, ¿dónde queda al final el principio básico de que todos somos iguales ante la ley?