Con la renuncia de diez de los doce equipos fundadores (todos salvo el Real Madrid y el F.C. Barcelona) la Superliga Europea quedó ayer miércoles sentenciada de muerte. Al menos en el formato con el que fue presentada la noche del domingo. Sin embargo, las consecuencias del órdago podrían alterar de forma sensible los equilibrios de poder en el fútbol internacional.
Las presiones en contra de la Superliga, de una intensidad sin precedentes, se desencadenaron en cascada desde primera hora de la mañana del lunes.
La UEFA, por boca de su presidente Aleksander Ceferin, fue la primera en reaccionar cuando amenazó a los equipos fundadores con sanciones y expulsiones de la Champions. Ceferin también amenazó a los jugadores de esos doce equipos con vetar su presencia a perpetuidad en todo tipo de competiciones nacionales e internacionales, incluidas aquellas en las que participen sus selecciones nacionales.
Al rechazo frontal de la UEFA se sumaron luego la FIFA, las ligas nacionales y todas las federaciones afectadas.
El primer ministro británico, Boris Johnson, fue el más beligerante de los dirigentes internacionales contrarios a la creación de la Superliga. Johnson, que calificó de "cartel" a los clubes fundadores, llegó a anunciar "reformas legislativas" para impedir que los seis equipos británicos del grupo (Liverpool, Arsenal, Manchester United, Manchester City, Tottenham y Chelsea) ejecutaran su propio premierleaguexit.
A Johnson se sumaron de inmediato Emmanuel Macron y, posteriormente, Pedro Sánchez.
A estos siguieron varios clubes europeos, singularmente los alemanes, y docenas de entrenadores, jugadores y exjugadores.
Algo que permitió contemplar escenificaciones de indignación impostada tan llamativas como la de Gerard Piqué, que se posicionó en contra de la Superliga mientras ostenta la propiedad de la Copa Davis a través de su fondo de inversión Kosmos. O la de Josep Guardiola, entrenador del City, uno de los equipos fundadores de la Superliga, propiedad del jeque Mansour bin Zayed Al Nahayan.
Poderoso caballero
Ninguna de esas presiones políticas habría tenido tanta repercusión de no ser por la aparición en el debate de un elemento que desequilibró la balanza en contra de la Superliga: el dinero. Algo paradójico teniendo en cuenta que el "ansia de beneficios" ha sido precisamente el argumento más utilizado en contra de la nueva competición.
El anuncio por parte de la UEFA de la creación de un fondo de 4.500 millones de euros (que podría llegar hasta los 7.000) acabó por vencer la resistencia de los equipos británicos e italianos. Con total seguridad, estos serán los principales beneficiados de la mencionada inyección de dinero extra de la UEFA.
Las protestas callejeras (anecdóticas) y en las redes sociales fueron luego esgrimidas por algunos clubes como ejemplos de una supuesta indignación popular que no era ni mucho menos unánime.
Pero el fracaso de la Superliga no tiene nada que ver con "el pueblo". Si ese fracaso se gestó en algún lado no fue en las calles, sino los despachos de la UEFA y los palacios presidenciales de las principales potencias futbolísticas europeas.
En cualquier caso, el elemento clave que amenaza con alterar de forma definitiva el equilibrio de poderes del fútbol mundial es la relajación por parte de la UEFA del llamado fair play financiero, el tope salarial que limita la expansión de los grandes equipos del continente. Porque la eliminación de este era el principal argumento de la Superliga y el mayor de los atractivos para los clubes fundadores.
Prueba de que el futuro del deporte rey era la menor de las preocupaciones de los contrarios a la Superliga es que el fin de ese fair play financiero conducirá a una situación peor que la que, supuestamente, se pretendía evitar.
Porque sin tope salarial a la vista, los llamados clubes Estado (Manchester City y PSG) tendrán ahora campo libre para convertirse en dueños de las competiciones nacionales e internacionales. También para operar fuera de las reglas aplicables al resto de los equipos, generando burbujas salariales inalcanzables para el resto y acaparando la mayor parte de los ingresos por derechos televisivos y merchandising.
Cambio de eje
Las consecuencias del fracaso de la Superliga a medio y largo plazo están todavía por ver. La Juventus se ha desplomado un 14% en la Bolsa de Milán. El F.C. Barcelona, que veía en la Superliga una salida a su desesperada situación financiera, volverá a la casilla de salida. El Mundial de Catar, emblema de la multimillonarización del fútbol de selecciones, moverá el eje del fútbol desde Europa hasta Oriente Medio.
Ha circulado durante las últimas horas la tesis de que la Superliga nació muerta y que esta habría sido sólo un macguffin de los doce equipos fundadores para obligar a la UEFA a renegociar un reparto más equilibrado de los beneficios que genera el fútbol.
Sea esa tesis correcta o no, algo que sólo saben los presidentes de los equipos implicados, lo cierto es que el resultado final ha sido ese. Todas las consecuencias supuestamente devastadoras que la Superliga iba a generar en el deporte del fútbol tendrán ahora lugar de todas formas, sólo que bajo la égida de la UEFA.
Las artimañas utilizadas para el sofocamiento de la rebelión de la Superliga no acaban sin embargo con los verdaderos problemas de fondo del fútbol europeo.
El primero, el de cómo aumentar los ingresos en la Champions. Una Champions cuyo nuevo formato para 2024, tortuoso e ilógico, camina en sentido radicalmente contrario al del ocio masivo del siglo XXI.
El segundo, el reparto de esos ingresos.
El tercero, la pérdida de atractivo del fútbol entre unos jóvenes que optan de forma abrumadora por los eSports, las redes sociales y plataformas como Netflix, y a los que el fútbol atrae en mucha menor medida que a sus generaciones precedentes.
La UEFA y las presiones políticas pueden haber acabado de momento con el proyecto de la Superliga. Pero no acaba con los problemas que lo han generado. Es cuestión de tiempo que la herida vuelva a sangrar.