La noticia de que Instituciones Penitenciarias concedió el tercer grado al asesino del niño de Lardero (La Rioja) con una fórmula estándar de apenas tres líneas es la prueba definitiva de la indolencia y de la irresponsabilidad, rayana en la prevaricación, de los funcionarios que tomaron la decisión de liberar a un criminal reincidente en contra de la opinión de la Junta de la prisión donde este cumplía condena.
Liberar a Francisco Javier Almeida de Castro alegando "una cierta evolución positiva" en su conducta, un formulismo impreciso, ambiguo y vaporoso, es lo último que los ciudadanos exigen de un organismo cuya función no debería ser la de liberar el mayor número posible de criminales con el objetivo de incrementar su cuota de terceros grados concedidos, sino la de encontrar el equilibrio entre la protección de los ciudadanos y el derecho a la reinserción de los presos.
La dejadez de los funcionarios de Instituciones Penitenciarias, y muy especialmente de su máximo responsable, Ángel Luis Ortiz, amigo y compañero de promoción de Fernando Grande-Marlaska, sería denunciable incluso si esta no hubiera acabado con el asesinato de un niño de nueve años.
Si esta es la diligencia que esos funcionarios exhiben en el caso de un asesino reincidente de probada peligrosidad, ¿cómo se conducen con otro tipo de delincuentes con delitos menos graves que los de Almeida de Castro?
Extremar las precauciones
Si existe un tipo de preso con el que Instituciones Penitenciarias debería haber extremado las precauciones, ese es el de un asesino y violador reincidente como Francisco Javier Almeida de Castro.
El mínimo exigible debería haber sido el de una argumentación coherente de por qué Instituciones Penitenciarias consideraba que los técnicos de la prisión donde el criminal cumplía condena estaban equivocados respecto a este. Lejos de ello, Instituciones Penitenciarias consideró que el tercer grado de Almeida de Castro, paso previo y sine qua non para su libertad condicional, podía ventilarse con una fórmula retórica vacua.
Recordemos, como ya dijimos en un editorial anterior, que Ángel Luis Ortiz era conocido ya antes de ser nombrado secretario general de Instituciones Penitenciarias por sus peculiares opiniones sobre el sistema penitenciario español, que él considera "extremadamente duro".
Si la incompetencia de Instituciones Penitenciarias no hubiera acabado con el asesinato de un inocente, la noticia de que Interior considere como el perfil idóneo para dirigir la política penitenciaria española a un partidario de la liberación masiva de presos sería objeto de burla en cualquier país serio.
Que Ortiz, incluso, se jactara de ello durante sus comparecencias parlamentarias sólo añade insulto a la injuria. Pero la responsabilidad final recae en aquel que nombró a Ortiz para un puesto para el que estaba claramente incapacitado profesionalmente dados sus prejuicios ideológicos. Es decir, el ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska.