La crisis en Ucrania ha sorprendido a la derecha populista europea con el alma dividida entre su admiración por Vladímir Putin (ese líder fuerte convertido en baluarte de conservadores contra el globalismo, el capitalismo moralista, la UE y los nuevos identitarismos progresistas), su hermandad ideológica con algunos de los gobiernos amenazados por el expansionismo ruso y el obligado respeto por una OTAN que nació para confrontar al comunismo.
Vox no ha sido la excepción de la regla. El partido liderado por Santiago Abascal, que este fin de semana ejercerá de anfitrión en Madrid de buena parte de los líderes de la derecha populista europea en lo que ellos mismos han calificado de "cumbre de patriotas", apenas ha esbozado durante los últimos días una tímida defensa de "la soberanía de Ucrania" mientras esquivaba torpemente las preguntas que inquirían por su postura frente al despliegue militar español en la zona de conflicto.
A Vox no le ocurre en realidad nada que no le ocurra a otros partidos de la derecha populista europea. Mientras el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, se ha mostrado más cercano a las tesis de Vladímir Putin que a las de la UE y la OTAN, el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, ha acusado al presidente ruso de ser un líder peligroso que "mediante el uso de la fuerza quiere desmantelar la seguridad de Europa".
Vox, por su lado, se ha embrollado en confusas explicaciones y esgrimido su "sentido de Estado", pero sin atreverse a criticar abiertamente las tesis de Putin.
Cobardeando en tablas
Será inevitable que la cumbre que este fin de semana tiene lugar en Madrid (y a la que acudirá asimismo Marine Le Pen, líder de Reagrupamiento Nacional y admiradora también de Putin) aflore las contradicciones en las que se mueve Vox. De la reunión no saldrá, en cualquier caso, una palabra más alta que otra sobre Rusia. El apoyo ruso a organizaciones ultracatólicas y otros grupos afines a la extrema derecha europea serenará cualquier posible crítica.
Si algo demuestra el silencio de Vox es que su muy aireada coherencia ideológica, ese "somos 100% insobornables en la defensa de nuestros principios", se disuelve como un azucarillo en cuanto topa con la realidad. Ha bastado una crisis a 3.600 kilómetros de distancia para que Vox haya hecho eso de lo que acusa a otros partidos: cobardear en tablas.
Vox no puede defender a Vladímir Putin sin que eso se interprete como un aval al control de Rusia de la antigua zona de influencia del Imperio soviético. Y no puede defender a Ucrania sin que eso se interprete como un apoyo a la OTAN y al liberalismo globalista defendido tanto por la UE como por los Estados Unidos de Joe Biden. El hombre, además, que derrotó a su admirado Donald Trump.
El dilema de los de Abascal no es muy diferente al que se le presenta a Yolanda Díaz con su reforma laboral, apoyada por Ciudadanos, pero no por ERC, EH Bildu y el resto de la extrema izquierda española.
Política adulta
Vox, que se ha vendido como un partido rocoso y alérgico a cualquier tipo de componenda política que pueda comprometer sus ideas, se ha topado por primera vez con una de esas realidades geopolíticas que obliga a negociar con los hechos y a posicionarse sabiendo que, ya sea por exceso o por defecto, el partido se dejará jirones de credibilidad por el camino.
Vox descubrirá este fin de semana que la política adulta no consiste únicamente en esgrimir banderas fáciles (la lucha contra la inmigración ilegal, el aborto, la familia), sino también en asumir la responsabilidad de su posicionamiento en temas de extrema gravedad.
Hasta ahora, Vox se ha movido a placer en la zona de confort de su papel de adolescente alborotador de la política española. Ahora se le pide que actúe como un adulto en un asunto de vida o muerte. Para los ucranianos, sí. Pero también para los soldados españoles destinados a la zona de conflicto. Está por ver que sepa hacerlo.