Durante meses, los Servicios de Inteligencia occidentales y los principales medios de prensa europeos alertaron sobre la posibilidad de una invasión rusa de Ucrania. Parecía obvio que el traslado de 150.000 soldados rusos a la frontera del país vecino tenía un objetivo más ambicioso que un simple ejercicio rutinario. La Inteligencia de Estados Unidos llegó a poner fecha al ataque. No escasearon las críticas de los populistas y los antioccidentales habituales, que calificaron el presagio de "alarmista".
El Pentágono, sin embargo, acertó. Salvo por la fecha y sólo por ocho días.
El pasado 24 de febrero, Vladímir Putin ordenó invadir Ucrania y alegó razones tan inverosímiles como la "desnazificación" de un país gobernado por un judío. Con su decisión, el autócrata ruso no sólo puso en jaque el orden internacional que nació tras el colapso de la Unión Soviética. También encendió las alarmas de las democracias liberales. ¿Se daría por satisfecho Putin con Ucrania o extendería su campaña hasta Moldavia, Polonia y las repúblicas bálticas?
Cuando se cumple un mes desde el inicio de la invasión, Putin sabe ya que, acabe como acabe la guerra, su país arrastrará durante décadas el estigma de la agresión a una nación completamente inocente de los crímenes que su megalomanía le imputa. Putin es hoy el primer Hitler del siglo XXI. Esperemos que sea también el último.
Pero hoy parece también claro que en los cálculos de Moscú no estaban ni la dignidad del pueblo ucraniano, ni la fortaleza de su resistencia, ni la entereza de su presidente Volodymyr Zelenski, ni la determinación de Occidente, ni la resurrección de la OTAN tras la salida de Afganistán, ni el fortalecimiento del proyecto europeo tras el brexit, ni el rearme de muchas potencias occidentales, incluida la pacifista Alemania.
Lo que no consiguió Donald Trump a las "buenas", cuando recriminó a sus aliados su escasa inversión en Defensa y el financiamiento del enemigo ruso con la compra de su gas y de su petróleo, lo ha conseguido Putin a las malas.
El riesgo de arrinconar a Putin
Tampoco debía contar el Kremlin con que sus tropas se mostraran tan ineficaces, caóticas, desmotivadas, errantes y frágiles. O con quedarse, a estas alturas de la guerra, con el único recurso del armamento nuclear como herramienta para intimidar a sus enemigos.
Puede que el Alto Mando de Moscú fantaseara con una guerra relámpago que sometería Ucrania en cuestión de horas. Pero la realidad ha arruinado ese sueño. Treinta días después, Rusia no ha logrado el control de la costa ucraniana, con el mar de Azov y el mar Negro todavía en disputa, ni el de la capital Kiev. Las últimas informaciones apuntan a que las tropas rusas no sólo no ganan terreno, sino que lo pierden en varios frentes.
Puede, a su vez, que Putin albergara la convicción de que Europa, altamente dependiente de su gas y su petróleo, se mantuviera al margen de la guerra. Nada más lejos de la realidad. La Unión Europea, en sintonía con los Estados Unidos y la OTAN, ha aprobado sanciones letales contra Rusia a nivel nacional y contra sus oligarcas a nivel particular. También ha empezado a buscar alternativas a su gas, aun a riesgo de empobrecerse temporalmente.
Un hombre peligroso
Con todo, la guerra no entiende de lógicas binarias. Que el Ejército de Putin esté fracasando en Ucrania no significa que esté perdiendo la guerra. Y la prueba está en esos tres millones y medio de refugiados que han salido ya de su país y en los millones que se espera que lo hagan durante las próximas semanas si la guerra se enquista. Incluso aunque la guerra acabara hoy, Ucrania tardará años en recuperarse de la invasión.
Que las sanciones acerquen a Rusia al colapso no comporta, además, de forma automática el triunfo de Occidente. La evidente inferioridad militar de Rusia respecto a la OTAN, inferioridad reconocida por Putin, y el aislamiento económico de Moscú hacen del presidente ruso, paradójicamente, un hombre más peligroso.
Es cierto que la ocupación de Ucrania no dejaba otra alternativa que la resistencia militar, las sanciones económicas y la presión diplomática. ¿Qué otra opción tenía Occidente? ¿Seguir cediendo a los chantajes de Putin? ¿Apartar la mirada de sus crímenes de guerra? ¿Permitir que hoy sea Ucrania y mañana Moldavia o Polonia?
Pero resulta imposible cerrar los ojos ante la evidencia. Europa es, hoy, un lugar menos seguro. El arrinconamiento de Rusia conlleva riesgos. Putin debe ser derrotado y, en la medida de lo posible, apartado del poder. Pero sin olvidar que un autócrata acorralado, con 6.000 cabezas nucleares y nada que perder, es un enemigo incluso tan temible como uno triunfante en el campo de batalla. Putin podría ser tan peligroso en la victoria como en la derrota.