La compra de Twitter por Elon Musk es la noticia que más revuelo ha generado internacionalmente durante los últimos días. Y no es para menos. La adquisición de esta red social por 44.000 millones de dólares supone que el hombre más rico del planeta es ya el dueño de la plataforma de conversación pública más importante del mundo.
De entrada, hay que recordar que el fundador de Tesla está en su derecho de adquirir Twitter y de gestionarla a su antojo. Es más, ya antes de Musk, y aunque los usuarios no acostumbren a reparar en ello por el acceso gratuito, la red social era igualmente propiedad privada de sus accionistas. Nada diferencia en ese sentido a Twitter del Washington Post, propiedad de Jeff Bezos, o de Instagram, propiedad de Mark Zuckerberg, o del grupo de artículos de lujo LVMH, propiedad de Bernard Arnault.
Por tanto, no están justificados los aspavientos de los que dramatizan con la compra de Musk. No parece razonable pensar que la venta de Twitter vaya a traducirse en su conversión en una especie de peligrosa jungla regida por la ley del más fuerte y en la que las minorías vulnerables y los colectivos desfavorecidos estarán desprotegidos ante el ciberacoso de virulentos troles.
Pero tan hiperbólicos son los temores ante las transformaciones que va a fomentar Musk en Twitter como las ingenuas esperanzas de que el nuevo propietario de la plataforma vaya a instaurar un reino de justicia en el que la libertad de expresión no tendrá límites.
Y es que, aunque el foco del debate se ha puesto en el cariz ideológico que pueda tomar a partir de ahora la red social, la cuestión verdaderamente importante está en otro lugar. El verdadero punto de interés está en los criterios que se vayan a adoptar para moderar las interacciones que tienen lugar en la mayor plaza pública global.
¿Quién decide?
La etérea defensa de la libertad de expresión que Musk arguye como motivación detrás de la compra de Twitter no resuelve todos los interrogantes técnicos, éticos y jurídicos que plantea la ausencia de una regulación del funcionamiento de las redes sociales.
Es verdad que el firme compromiso del multimillonario con la erradicación de la censura responde a una demanda real entre los usuarios. En los últimos años, la plataforma ha venido suspendiendo cuentas sobre la base de unas políticas de uso sospechosas de arbitrariedad. De hecho, ha quedado probado que las reglas de moderación de Twitter tienen un marcado sesgo izquierdista.
Es evidente que las redes sociales deben estar sometidas al mismo régimen legal que contempla sanciones penales en caso de vulneración de derechos fundamentales. Por eso, las redes no pueden configurarse como una dimensión paralela al mundo real y en la que las calumnias, las amenazas y los delitos tengan vía libre.
Es razonable entonces que Twitter tenga unos protocolos de prevención frente a la propagación de fake news, de propaganda de gobiernos autocráticos, mensajes de odio o material inapropiado por su contenido violento y/o pornográfico.
Pero queda sin resolver la cuestión de quién se arroga, y en base a qué fundamentos, la regulación de las interacciones entre los usuarios. ¿Por qué es justificable la suspensión del perfil del expresidente Donald Trump, pero se mantienen activas las cuentas de bots que amplifican la desinformación del Kremlin sobre la guerra en Ucrania? En este sentido, Musk va a encontrarse con un problema análogo al de sus predecesores.
Nueva regulación
Uno que sólo puede resolverse por medio de una reglamentación transnacional y equitativa sobre los contenidos que pueden compartirse en las redes sociales. La administración de las plataformas online debe transitar del modelo actual de normas internas de cada compañía a una normativa estatal que regule con carácter vinculante los términos de las interacciones en sus plataformas.
La libertad de empresa debe respetarse, y la autonomía gestora de cada empresa debe ser protegida por la ley. Pero en el caso de empresas gigantescas, con la influencia global y el poder económico que acumulan las compañías digitales, existe un interés social que justifica su regulación.
Hay que tener en cuenta no sólo que las empresas tecnológicas como Twitter, por su particular idiosincrasia, tienen potencial para interferir con las garantías de los derechos fundamentales. El principal problema que plantean las llamadas Big Tech es su tendencia oligopolística.
Las grandes compañías tecnológicas acumulan una cuota de mercado abrumadora. El denominado "capitalismo de plataformas" favorece los monopolios, y la propia naturaleza de las redes sociales las convierte en una actividad económica favorable a la concentración. La acumulación de usuarios propicia el llamado abuso de posición dominante por parte de las tecnológicas, un clima empresarial que genera una falta de incentivos para la entrada de nuevos competidores.
Este es precisamente el problema que las nuevas regulaciones deben solventar. Una reedición de las leyes antitrust que establezcan limitaciones a la concentración de poder económico en manos de un solo actor. Esa es la vía legislativa que ya está impulsando una Unión Europea que ya ha hecho saber a Musk que, independientemente de quién la posea, Twitter debe someterse a la normativa comunitaria sobre las plataformas online.
Debe ahondarse por tanto en este esfuerzo regulativo, desarrollando reglas claras, razonables y ecuánimes. Para ello, las redes sociales deben ser entendidas como un medio de comunicación, con un editor real que se haga responsable de los contenidos que se publican en su plataforma.
Unas normas que establezcan criterios de uso dentro de las redes sociales son impostergables si se quiere evitar el peligro de que unos pocos actores, con sus sesgos y sus intereses privados, monopolicen la conversación pública mundial.