Los análisis que proliferaron a raíz del estallido en la guerra de Ucrania, interrogándose por las motivaciones políticas, geoestratégicas e ideológicas que podían estar detrás de la invasión, dieron lugar a especulaciones de distinta índole acerca del ideario de Vladímir Putin.
Es obvio que a nadie (más allá de los acólitos de la oligarquía gobernante rusa) convenció el pretexto de que la invasión consistía, en realidad, en una "operación militar especial" para "desnazificar" Ucrania. Pero la ascendencia política de Putin, como antiguo agente de la KGB, llevó a muchos a pensar que la filiación ideológica del tirano era de naturaleza comunista.
También la continuidad que el Kremlin ha pretendido mantener con la etapa soviética. Y declaraciones desconcertantes de Putin, como que "el colapso de la Unión Soviética había sido la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX".
Estos elementos hicieron que muchos analistas conservadores se decantaran hacia la creencia de que el expansionismo ruso se explicaba por una suerte de programa de restauración de la URSS bajo una fórmula zarista. Pero, después de los acontecimientos que se han sucedido en los más de cinco meses de guerra, el desengaño de la derecha mediática con esta tesis parece definitivo.
Paralelismos con el fascismo
Precisamente desde el ámbito liberal-conservador, dos grandes cabeceras internacionales están promoviendo una revisión del supuesto carácter soviético del liderazgo de Putin. Y han pasado a considerar una posibilidad distinta: que el presidente represente una versión autóctona y contemporánea del fascismo.
La revista The Economist, en un detallado análisis, enumera los distintos elementos que justifican ver en la figura de Putin un fascismo propiamente ruso. El culto a la personalidad del líder omnipotente; la consagración de un régimen autocrático que no se rige por el imperio de la ley; el nacionalismo exacerbado y el imperialismo colonialista; el recurso a la violencia como instrumento político; el irracionalismo que espolea las pasiones viscerales y los instintos primarios; el diseño de una simbología para identificarse con la acción del gobierno (la "Z", que representa el apoyo a la invasión, con sus semejanzas con la esvástica nazi o el fascio italiano); la ubicuidad del militarismo y el estatalismo; las apelaciones a un pasado glorioso perdido y la retórica victimista del irredentismo; el uso de la propaganda, la desinformación, el adoctrinamiento y la censura; o la persecución política de los disidentes, que guarda similitudes con el Terror impulsado por los totalitarismos del siglo XX.
Por su parte, George F. Will, el prestigioso columnista de The Washington Post, llama la atención sobre los paralelismos entre Putin y el creador del fascismo, Benito Mussolini. Aspectos como la promoción estatal de una ferocidad sanguinaria y sin escrúpulos contra el enemigo, la idolatría del hombre fuerte o la "cultura de la crueldad" imperante en Rusia.
La teoría de Putin como encarnación de un neofascismo à la rusa parecen evidentes si atendemos a los ideólogos que han suministrado al dictador su aparato doctrinal del "eurasianismo". Una influencia de pensadores antiliberales, antioccidentales y tradicionalistas que explica la hostilidad de Moscú hacia las democracias liberales. Las cuales ha intentado desestabilizar repetidamente por medio de interferencias en sus procesos electivos.
Por otro lado, los reiterados episodios de crímenes de guerra protagonizados por el ejército ruso (como la matanza de Bucha o la carnicería de Azovstal) bastan para acreditar la adhesión del Kremlin a un empleo sistemático y consciente de la violencia. Una dimensión central del imaginario fascista de la redención y la regeneración forzosa, en el que la nación se protege purgando a la sociedad de sus elementos corrosivos.
¿Triunfará el totalitarismo ruso?
La estética grandilocuente del 'resurgimiento nacional' y la nostalgia imperial de la Rusia de Putin justifican ver en su liderazgo un fascismo para el siglo XXI. La única esperanza que puede abrigar el pueblo ruso es que su inoperante Estado sea incapaz de implantar en el país un régimen netamente fascista. Y que la desmovilización cívica que ha perseguido el Kremlin se vuelva en su contra.
Como explica el sociólogo moscovita Boris Kagarlitsky, la desarticulación casi total de la opinión pública rusa y la despolitización y la apatía de la inmensa mayoría de los rusos hace que el Kremlin no pueda contar con una base social movilizada en su favor. Y la ineficiencia mayúscula de la corrupta burocracia estatal dirigida por la cleptocracia gobernante plantea obstáculos a una transformación de la sociedad de signo totalitario.
Por eso dice Kagarlitsky que hasta la represión falla en Rusia: "Lo bueno de este país es que todo falla. Por eso bromeamos con que el fascismo nunca podría funcionar en Rusia, porque nada funciona aquí".
La excepcionalidad de la guerra le ha permitido a Putin apuntalar un fascismo de corte ruso cuya alargada sombra se extiende por Europa, financiando a partidos y movimientos de extrema derecha en todo el continente. Y sofocando todo conato de acercamiento hacia las democracias occidentales en los países de su área de influencia, como ha sucedido en Ucrania.
En esencia, es cierto que los dos extremos políticos se tocan. Y que tanto el totalitarismo fascista como el comunista han alumbrado horrores indecibles. Pero el linaje político de Putin no debería conducir a engañarse sobre su auténtica ideología.