Los dilemas morales lo son porque no consisten en una elección de un bien sobre un mal, sino en la ponderación de dos resultados indeseables entre los que uno debe elegir el mal menor. Esto es lo que tendría que haber considerado el rey Felipe VI antes de decidir no levantarse al paso de la espada de Simón Bolívar ayer en Bogotá.
El gesto del monarca en la toma de posesión del presidente colombiano generó una polémica de alcance internacional. Porque al ser el único jefe de Estado que se mantuvo sentado después de que Gustavo Petro mandara traer la espada del "libertador", muchos interpretaron la sentada como una falta de respeto a un emblema sentimental clave para muchos hispanoamericanos.
Es evidente que el gesto de Petro responde a una provocación. Una a la que no cedió su antecesor en el cargo, que se negó a conceder el permiso para sacar la insignia de la Casa de Nariño. Provocación que se enmarca en el clima de hostilidad que ha impulsado la nueva ola del populismo de extrema izquierda hacia el pasado imperial de España en el continente. Un indigenismo hispanófobo al que se ha sumado, incluso, el papa Francisco con su retórica anticolonialista.
Y es cierto también que la espada del que fuera el líder más carismático de la guerra de independencia contra España no es un símbolo oficial, por lo que Felipe VI no incumplió el protocolo al quedarse sentado.
Sin embargo, de lo que se trata aquí es de cortesía diplomática y no tanto de corrección protocolaria. Y más teniendo en cuenta que el rey sabía a que clase de acto acudía. Por eso, la decisión menos mala habría sido levantarse.
Populismo hostil hacia España
Es una costumbre que el rey asista como autoridad invitada, en representación de España, a los actos de investidura de los presidentes hispanoamericanos. Lo hace mandatado y refrendado por el Gobierno, que debió ser más previsor y haber anticipado los posibles ataques al jefe del Estado.
Porque hay precedentes recientes de sobra que hubieran permitido prever que un populista latinoamericano como Petro tuviera pensado exhibir alguna muestra de su ideología anticolonialista.
El presidente mejicano, Andrés Manuel López Obrador, ha cargado repetidamente en los últimos años contra la Corona española, exigiendo a Felipe VI disculparse por las "atrocidades" cometidas contra los pueblos indígenas.
Su homólogo peruano, Pedro Castillo, acusó a la monarquía española, con Felipe VI presente, de ser la responsable de "tres siglos de explotación" del país.
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, tildó de "ladrones y asesinos" a los reyes de España.
Y, más recientemente, el presidente electo de Chile, Gabriel Boric, también le hizo un feo a Felipe VI, acusándole públicamente de haber "atrasado" la ceremonia de investidura por haber llegado tarde al acto.
Mejor levantarse
Es natural que el rey quiera defender el legado español en Hispanoamérica cuando estima que está siendo insultado. Pero debió ser más cauto y anticipar el terremoto diplomático que su gesto iba a provocar. Hubiera resultado mucho menos conflictivo levantarse con naturalidad al paso de un emblema de profunda carga simbólica. Porque, a lo sumo, sólo habría soliviantado a los sectores de la derecha más carpetovetónica.
Lo quiera o no el rey, las naciones hispanoamericanas se asientan sobre el mito fundador de la independencia de la monarquía española. Al fin y al cabo, Felipe VI ya ha visitado muchos otros despachos y palacios presidenciales ornamentados con imágenes de Bolívar.
Con este gesto, el monarca sólo ha conseguido granjearse la animadversión de la extrema izquierda en España y en Latinoamérica. Un espectro ideológico que, por lo demás, no pierde ocasión de instrumentalizar patéticamente la más nimia anécdota para cargar contra la institución monárquica.
Es inevitable que la memoria nos traiga la imagen del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero sentado al paso de la bandera de Estados Unidos durante el desfile de las Fuerzas Armadas de 2004. Como entonces, el representante del Estado español debió entender que se trata sólo de una parafernalia ritual cuya transgresión genera mayores problemas de los que ahorra.
Además, si Felipe VI se hubiera levantado al paso de la espada nadie lo habría interpretado como su asentimiento a la connotación simbólica del emblema. Tan sólo se habría leído como una mera señal de cortesía y deferencia hacia la ceremonialidad colombiana. Y no, como ahora, como un desplante grosero.
La deriva institucional y el extremismo político en el que los nuevos líderes hispanoamericanos han sumido al continente aconsejan la máxima prudencia diplomática de los representantes españoles. También, dejar a un lado las tiranteces culturales para construir una esfera de influencia iberoamericana a la que España debe dar la máxima prioridad.