El colapso de la Unión Soviética se volvió probablemente inevitable cuando la corrupción e ineficacia acumulada bajo la alfombra del sistema comenzó a fagocitarlo, y cuando el ímpetu de liberación de los bálticos, los polacos o los checos se sobrepuso al miedo. Pero Mijaíl Gorbachov, que ha muerto este martes a los 91 años y que no era ajeno a esta realidad, se ocupó de disipar cualquier duda sobre su supervivencia.
Y aunque su etapa como secretario general del Partido Comunista (1985-1991) y jefe de Estado (1988-1991) no fue impoluta, con episodios como el asesinato de catorce manifestantes en el asalto de la torre de televisión de Vilna en enero del 91, en unas protestas donde se repetían carteles que le igualaban a Saddam Hussein, el espíritu que impera es el de un político único que antepuso las necesidades a las convicciones y la paz a la violencia.
Gorbachov cargó sobre sus hombros, a pesar de unos dolores de espalda insostenibles, la decisión que cambió la historia de Europa y del mundo. Con la voluntad de salvar la Unión Soviética, aceleró las negociaciones con Estados Unidos, aparcó las tensiones nucleares e inició un proceso de transformación y aperturismo político y económico, conocido popularmente como perestroika, que perseguía un encaje más amable para su país en el orden internacional.
Era una fórmula anhelada por Occidente que culminó con la detonación de la estructura levantada por los bolcheviques siete décadas atrás. El Kremlin no sólo se resignó a la caída de su modelo ideológico, sino a la pérdida de su hegemonía. Lo que explica que Gorbachov, premiado con el Nobel de la Paz en 1990, recibiera más elogios en Washington que en Moscú.
Pero, con todo, Gorbachov era esencialmente un escéptico y un reformista, un líder con el valor para acercar Moscú a Occidente con la aspiración definitiva de otra Rusia. Una entregada a las reglas de la democracia y el libre mercado, habilitada para la convivencia pacífica con sus vecinos y alejada de la tiranía aplicada a conciencia durante todo un siglo.
Esperanza de cambio
El resultado no fue el deseado. El colapso soviético fue mayoritariamente comprendido como la trágica caída de un imperio, con los esperables traumas aparejados, y no como la liberación de un pueblo sometido a un sistema ruinoso, perverso y represivo.
La guerra de Ucrania, un esfuerzo todavía fallido de conquista imperial, refleja con fidelidad las heridas abiertas del colapso y el orgullo herido de un nacionalismo con vocación de revancha.
Los muros que derribó Gorbachov son los que quiere volver a levantar Vladímir Putin, que lamentó la caída de la Unión Soviética como “la mayor catástrofe del siglo XX”. Un siglo que no estuvo, precisamente, vacío de miserias.
Nadie arrebatará una condición al último dirigente soviético. Gorbachov representa la esperanza de otra Rusia. Una incompatible con Putin y con el modelo soviético, pero compatible con los rusos. Como dijo el diplomático Daniel Fried en EL ESPAÑOL, uno de los arquitectos de las relaciones entre Occidente y Rusia tras la Guerra Fría, “el camino del progreso es un zigzag, no una marcha triunfal”. O, lo que es lo mismo, los países pueden cambiar con el tiempo: incluso a mejor.