El Gobierno de los talibanes sigue reduciendo a marchas forzadas el ya de por sí escaso espacio social ocupado hasta ahora por las mujeres en Afganistán. A la prohibición de la educación secundaria femenina promulgada tras la llegada al poder de los islamistas en 2021, y la de la educación universitaria femenina dictada hace una semana, se ha sumado ahora el veto al trabajo de las mujeres en organizaciones no gubernamentales.
La medida se suma también a la larga lista de restricciones impuestas por los talibanes tras su llegada al poder, como la segregación por sexos en lugares públicos, la imposición del burka en esos mismos espacios o la obligación de que las mujeres vayan acompañadas por un familiar de sexo masculino en los trayectos largos.
El trabajo en alguna ONG nacional e internacional es la única posibilidad que tienen muchas mujeres afganas de acceder a un salario que les permita mantenerse por sí mismas. La justificación dada por el Gobierno afgano para que las ONG despidan a las mujeres afganas que tengan contratadas es que este tipo de organizaciones no están exigiendo a sus empleadas el uso de la vestimenta islámica obligatoria.
La excusa es irrelevante. Porque la nueva prohibición es sólo un paso más en el arrinconamiento de las mujeres afganas a un papel estrictamente doméstico y dependiente de los hombres, muy cercano desde todos los puntos de vista al esclavismo.
Las ONG son el único espacio occidentalizado y relativamente libre de islamismo que todavía queda en Afganistán. Prohibir que las ONG contraten a mujeres tiene todo el sentido desde el punto de vista maquiavélico de un Gobierno de fanáticos con una visión radicalmente rigorista del islam. Pero es barbarie, y así debe ser interpretado.
Si tras la llegada de los actuales líderes talibanes al poder en 2021 estos prometieron mantener al menos una parte de las libertades ganadas por las mujeres afganas durante la ocupación estadounidense del país, el paso del tiempo ha demostrado que sus palabras sólo aspiraban a ganar tiempo hasta que Afganistán dejara de estar en el foco.
El actual Gobierno camina, en definitiva, en el mismo sentido que el primer Gobierno talibán (1996-2001), cuando las mujeres eran lapidadas, flageladas o decapitadas si incumplían algunas de las normas talibanes, sólo se les permitía trabajar en el sector sanitario (únicamente para atender a otras mujeres) y se alentaba el matrimonio forzoso de las niñas.
La situación en Afganistán tiene difícil remedio. En 2021, China se apresuró a ocupar el vacío dejado en el país tras el final de la ocupación estadounidense, ante la pasividad de Pakistán. Pero China es una potencia con una visión del mundo muy diferente a la occidental y que no aspira a imponer sus valores morales en los países bajo su égida, siempre y cuando estos se sometan a sus intereses comerciales y geoestratégicos.
Y ese es el caldo de cultivo ideal para que los talibanes impongan a las mujeres afganas, sin oposición alguna, la visión más estricta posible de esa mezcla de códigos pastunes y sharía defendida por sus líderes tribales.
Occidente no puede abandonar a las mujeres afganas al atroz destino que les espera bajo los talibanes. Es inmoral, es desaprensivo y carcome la visión de Estados Unidos y de la Unión Europea como faro de los derechos humanos y ejemplo moral para el resto del planeta. Los derechos humanos no se defienden sólo allí donde su protección no comporta riesgo alguno o donde esta da réditos electorales, sino también donde esos derechos están más amenazados.
Incluso un régimen tan cerrado y autárquico como el talibán puede ser presionado. Sólo es cuestión de voluntad.