La cumbre de Rabat finalizó ayer jueves con un acuerdo que el Gobierno considera "un éxito". Así lo confirmó Pedro Sánchez frente a la prensa y frente al plenario de la Reunión de Alto Nivel (RAN). Pero el optimista balance del Ejecutivo esconde algunos puntos no tan positivos para los intereses de España.
A nivel económico, los acuerdos parecen positivos. Sobre todo por la disposición de Rabat a permitir que las empresas españolas puedan optar a los 45.000 millones de euros públicos que el Gobierno marroquí licitará desde ahora hasta 2050.
Es cierto que a esas licitaciones, que se engloban en un plan llamado Nueva Carta de Inversiones, podrán optar muchas otras empresas de otras nacionalidades, incluidas las marroquíes. Pero el hecho de que el Gobierno haya conseguido abrir esa puerta supone una oportunidad para nuestras corporaciones que no existía antes de esta RAN.
El Gobierno ha firmado también un Protocolo de Financiación con Marruecos por valor de 800 millones de euros para facilitar inversiones de empresas españolas en el país vecino.
Mucho más dudosos son los logros en lo político. Porque ni en el terreno de la inmigración irregular ni en el asunto del desbloqueo de las fronteras de Ceuta y Melilla parecen haber conseguido los negociadores españoles nada que suponga un avance sustancial con respecto a la situación actual.
En el terreno de la inmigración ilegal, que Marruecos ha utilizado de forma habitual como arma de presión contra el Gobierno español, Rabat sigue sin aceptar la devolución de los ciudadanos marroquíes que permanecen en España de forma irregular. Y eso aunque este asunto en concreto fue incluido en la hoja de ruta que ambos Gobiernos pactaron tras la llamada cena del Iftar, el pasado 7 de abril de 2022.
En el asunto de Ceuta y Melilla, Marruecos sigue sin aceptar el desbloqueo de personas y mercancías hacia y desde las ciudades autónomas españolas, lo que obliga a ambas a vivir de espaldas al continente africano. La aduana comercial que tanto desean Juan Jesús Vivas y Eduardo de Castro, presidentes de Melilla y Ceuta, seguirá por tanto sin existir, a pesar de su insistencia en la necesidad de "normalizar plenamente el paso de personas y mercancías a través de los puestos aduaneros terrestres y marítimos".
A las críticas de ambos presidentes por el nuevo retraso en la normalización de una frontera que implicaría el reconocimiento tácito por parte de Marruecos de la soberanía española sobre ambas ciudades, el Gobierno se ha limitado a responder que se "sigue trabajando" en el asunto. Una vaga apelación a un futuro indeterminado que se transforma en rotundidad inapelable cuando se pasa a hablar del Sáhara.
Porque ahí, en ese punto en concreto, el Gobierno marroquí sí ha hecho acuse de recibo de los esfuerzos españoles por boca de Aziz Janouch, primer ministro marroquí, que ha afirmado que "la nueva etapa de relaciones entre los dos países es gracias al apoyo de España al plan de autonomía para el Sáhara".
El Gobierno puede, en fin, vender la idea de que la cumbre ha sido un éxito. Pero esta ha arrojado un balance que, una vez más, vuelve a dejar la idea de que Rabat tiene más motivos para la euforia que España.
Es razonable que el Ejecutivo español intente "evitar todo aquello que sabemos que ofende a la otra parte, especialmente, en lo que afecta a nuestras respectivas esferas de soberanía". Pero la relación entre vecinos debe basarse en la reciprocidad. Y reciprocidad quiere decir, en este contexto, abrir las aduanas de Ceuta y Melilla y permitir el retorno de los ciudadanos marroquíes que permanecen de forma ilegal en nuestro país.
España tiene argumentos suficientes, principalmente económicos, para moldear la voluntad de Marruecos en un sentido más beneficioso para los intereses españoles. A Marruecos, por ejemplo, le interesa España como puerta de entrada a Europa, mientras que a España le interesa Marruecos como puerta de entrada a África. Y sobre esa base se puede construir una relación mutuamente beneficiosa.
No debería ser tan difícil, por lo tanto, cerrar con Marruecos acuerdos igualmente beneficiosos para ambas partes en el terreno político. Porque la relación con nuestro vecino no puede basarse en acuerdos equilibrados en lo económico, pero profundamente asimétricos en lo político.