Este miércoles proliferaron los rumores en los medios sobre un posible cese de la ministra de Justicia, Pilar Llop. Llop pagaría así por los "efectos indeseados" de la ley del 'sí es sí' y, no menos importante, por el enfrentamiento verbal con Irene Montero, el Ministerio de Igualdad y el resto de Podemos en los medios de comunicación.
No ha sentado bien en el PSOE la agresiva locuacidad (y alguna que otra metedura de pata) de una ministra que hasta ahora había optado por el silencio mientras los tribunales liberaban y rebajaban sus penas a más de 400 agresores sexuales.
Fuentes del PSOE negaron sin embargo a última hora de la noche ese hipotético cese de la ministra Llop. Con más rotundidad aún se descartó el de Irene Montero o el de Ione Belarra, con los que también se había especulado.
Los daños generados por la ley del 'sí es sí' quedarán así impunes y sin que nadie en el Gobierno asuma su responsabilidad por lo que pasará a la historia de nuestro país como la norma más dañina jamás salida de las Cortes democráticas.
Ciertamente, sería injusto atribuir la paternidad original de la chapucera ley del 'sí es sí' a Llop. Pero lo cierto es que su posición como ministra de Justicia, y las docenas de informes jurídicos que alertaban de posibles rebajas de penas y del problema de unificar los tipos de abuso y agresión, exigía de ella algo más que un aquiescente silencio.
¿Pero qué decir entonces del resto del Consejo de Ministros y, muy especialmente, de aquellos de sus miembros con formación jurídica y que votaron a favor de la ley?
¿O del presidente del Gobierno, responsable último de la norma y de la decisión de obviar las advertencias de los expertos para complacer a Podemos?
¿O, incluso, de los diputados que votaron a favor de la norma?
Si un error como el del diseño de los trenes que no caben en los tuneles cantabros ha comportado el cese de dos cargos de Renfe y Adif, ¿qué responsabilidades deberían asumir los principales responsables de la ley del 'sí es sí'?
Hasta qué punto el silencio de algunos ministros se debió a su conformidad con la norma o a la voluntad de no generar ningún problema con Podemos que pudiera conducir a la ruptura de la coalición de Gobierno es materia de debate. Pero lo que es una obviedad es que su lealtad hacia las instituciones y los ciudadanos españoles debería haber pasado por encima de las necesidades electorales de su presidente y de su partido.
Dicho de otra manera. Sea por una u otra razón, el cese de Pilar Llop no sería ni una sorpresa ni una injusticia a la vista de la polémica generada por la ley del 'sí es sí'. Quizá no el más grave de los errores cometidos por el Gobierno, pero desde luego sí el que más daño puede hacerle entre sus votantes, teniendo en cuenta que el poderío electoral del PSOE se sostiene, esencialmente, sobre el pilar del voto femenino.
Pero el problema es que Pedro Sánchez no puede cesar a Llop sin cesar también a la primera responsable de la norma, que es Irene Montero.
Y esa evidencia conducirá de nuevo a PSOE y Podemos a ese eterno empate al que parecen condenados ambos partidos dada la evidencia de que la coalición hace aguas y está desangrando a ambas formaciones en los sondeos, pero que incluso esa opción es preferible a una ruptura.
Entre dos males mayores, Sánchez, en fin, ha escogido ambos: no asumir ninguna responsabilidad y continuar ligado a Podemos, atado de pies de manos por ese pacto de gobierno que le impide cesar a los ministros de Podemos si no es pagando el precio de la ruptura de la coalición.
No cesando a nadie, Sánchez se confirma como el líder débil de un Gobierno desavenido y para el que no existe jamás error lo suficientemente grave como para merecer una dimisión. Unas credenciales con las que sería suicida presentarse a unas elecciones y que contrastan con la realidad diaria de unos ciudadanos que sí asumen las consecuencias de sus errores profesionales sin el colchón financiero del que goza un exministro.
El problema para Sánchez no es menor. Pero eso, la capacidad de tomar decisiones dolorosas en beneficio de España y de los españoles, es lo que se espera de un presidente. Sobre todo de uno que aspira a la reelección.