Nadie puede dudar de que la zafia actitud de Luis Rubiales durante la celebración de la victoria de la Selección Española Femenina de Fútbol en el Mundial fue absolutamente impropia de un cargo representativo como el que desempeñaba.
Además, la bochornosa gestión que hizo en los días posteriores al episodio del beso robado a Jenni Hermoso es motivo suficiente para inhabilitarlo como dirigente deportivo. Rubiales arremetió contra la prensa, contra los partidos y contra los clubes para atrincherarse en el cargo. También aprovechó su rueda de prensa tras la asamblea de la RFEF para zanjar sus rencillas públicamente con otro dirigente, o para subirle el sueldo en directo al seleccionador en un alarde desafiante.
Pero la tormenta desatada por la huida hacia delante de Rubiales no debe servir de base para una enmienda a la totalidad en el mundo del deporte. Tampoco para legitimar una caza de brujas que amenaza con laminar las garantías procedimentales del Estado de derecho.
Porque una cosa es que Rubiales haya incurrido en una conducta deplorable, y otra muy diferente que sea un delincuente. Naturalmente, su desafío requiere una respuesta. Pero esta habrá de articularse por la vía del Derecho.
En primer lugar, corresponde al TAD determinar si el beso propinado a la jugadora constituye una falta grave o muy grave. Según la Ley del Deporte, y de acuerdo con el protocolo de prevención y actuación para este tipo de situaciones, deberá "ponerse en conocimiento del organismo sancionador dependiente del Consejo Superior de Deportes cualquier actuación que pueda ser considerada discriminación, abuso o acoso sexual y/o acoso por razón de sexo o autoridad, para ser sancionada como falta grave atendiendo a lo establecido en el artículo 105".
Si finalmente el TAD no considera la conducta de Rubiales una falta grave, tocará reformar la Ley del Deporte para evitar futuros abusos de poder como este.
Por otro lado, y puesto que Hermoso ha declarado sentirse víctima de una agresión, lo coherente sería que se querellara contra Rubiales. Por lo mismo, sería comprensible que si ella no lo denuncia, sea él quien se querelle contra ella por difamación.
Porque únicamente a los tribunales corresponde decidir si Rubiales es sólo un impresentable, o también un delincuente. Es deseable, para no estirar más el chicle de una polémica que ha opacado nada menos que el triunfo en un Mundial, que el asunto se judicialice, porque ello tendría un efecto clarificador.
Es despreciable el intento de capitalizar la indignación de la sociedad española para fines políticos, tal y como está haciendo Podemos para tapar el escándalo de la rebaja de penas por la aplicación de la ley del 'sí es sí'. El partido morado, incluso, ha culpado de esas rebajas al "machismo" de unos jueces a los que califica de "Rubiales con toga".
Además, es ridículo que Podemos esté presumiendo de que Rubiales tendrá que responder ante la Justicia gracias a la ley impulsada por Irene Montero. Porque este episodio, muy al contrario, ratifica que la eliminación del tipo penal de abuso sexual resulta contraproducente para enjuiciar gestos como este. Porque es absurdo jurídicamente que el beso de Rubiales esté calificado con el mismo tipo penal que una violación con violencia.
También está intentando capitalizar el caso Rubiales Yolanda Díaz, con el objetivo de convertirse en la nueva líder del feminismo radical en sustitución de Irene Montero. La vicepresidenta del Gobierno en funciones ha pedido la dimisión de Jorge Vilda y Luis de la Fuente, argumentando que "los entrenadores que aplaudieron una agresión sexual no están capacitados para seguir en sus puestos". ¿Ahora el Gobierno decide también quiénes deben ser los seleccionadores nacionales?
Este señalamiento de tintes totalitarios a los seleccionadores nacionales es impropio de una democracia. También lo es el señalamiento persecutorio del resto de personas que aplaudieron el discurso de Rubiales en la Asamblea General Extraordinaria de la RFEF del pasado viernes, con el objetivo de hacerles cómplices de las groserías del presidente.
Las conductas machistas de Rubiales no justifican esta campaña inquisitorial que se está instigando desde la política y las redes sociales. Exigir a todo el mundo que condene a Rubiales, y que lo haga en el tiempo y forma que se le antoje a los nuevos inquisidores, no es un ejercicio de sana y espontánea solidaridad, sino algo más propio de un auto de fe. Decía Roland Barthes que el fascismo no te prohíbe hablar, sino que te obliga a hacerlo.
Pero Rubiales no sólo es culpable de su conducta, sino que también es el responsable de haber desatado esta espiral acusatoria al haberle echado un pulso a la sociedad española negándose a dimitir. Si hubiera pedido disculpas sinceras desde el primer momento y hubiera dimitido, nos habría ahorrado sufrir esta ola inquisitorial a manos de Sumar y Podemos. Su conducta no justifica los autos de fe posteriores, pero los explica.